jueves, 27 de diciembre de 2012

La individualidad de los anónimos

Atardece, aún antes y de un modo artificial por el ahumando de los cristales. Las nubes, que eran como barcos formados para la batalla, han dejado paso a un manto algodonoso y gris que aguanta su llanto de lluvia.

El paisaje varía a gran velocidad, sin que apenas dé tiempo a apreciarlo y son los contornos de las sombras de los montes del horizonte los que, como soldados de plomo, hacen guardia ante mis ojos.

Mientras escucho la banda sonora de Cinema Paradiso por mis auriculares, en el monitor del vagón ascienden con lentitud los títulos de crédito de una película que acaba de terminar, como si esos créditos fuesen los propios del paisaje que se despide y queda atrás, irrecuperable.

Ahora el tren se detiene, desconozco el motivo, en mitad de este enorme espacio de verdes matizados por las sombras. Me permite no escribir de memoria y me entrego al pino tronchado apenas a cinco metros de mí. Su lesión es reciente y lenta será su muerte.

Dos liebres son testigos veloces y nerviosos hasta que otro tren rompe mi campo visual al cruzar fugaz. Pero nada ha cambiado. Las dos liebres se sientan ante su madriguera. Miran en la misma dirección a la que me dirijo. ¿Qué ven? ¿Podrán ellas indicarme cuál es mi dirección o qué me espera al frente?

Reemprendemos la marcha. Un convoy de vagones oxidados, pero maquillados por grafiteros, de materias primas dormitan a nuestro paso un pasado útil.

Aún hay luz para ver entre los campos de cultivo miles de renglones en los que escribir paseos, conversaciones, la sucesión de generaciones.

El piano que escucho acentúa la melodía y el azul del cielo se deja ver luminoso instantes antes de marcharse a dormir. En tierra, algún coche, cual insecto, circula a ignotos destinos. Media docena de pequeños conejos corretea jugando entre arbustos y rocas cuando llegamos a una nueva parada. Algunos pasajeros se preparan para abandonarme, sin hacerlo realmente, pues no han reparado, creo, en mí. Estamos en Caudete y el nombre me suena simpático, apropiado para una pequeña estación de tren en la que un guarda, con su gorro redondo bien calado, seguro que con recortado bigote, debería agitar su banderita roja dándonos salida. Es pura nostalgia, claro, porque ahora la salida la da un dispositivo electrónico.

Y de nuevo tomando velocidad. Viajamos a impulsos de camino a algún sitio todos juntos, para después disgregarnos y recuperar la otredad de cada uno, el silencio personal, la voz de nuestro ser, el contorno de nuestro continente, la individualidad de los anónimos.

No hay comentarios: