miércoles, 10 de septiembre de 2008

Insensato


El siguiente artículo fue publicado en la página http://www.divague.com/ hace algunos años.

Insensato

No habría afán suicida en el empeño, sólo exploratorio. Pero, ¿cómo resultaría lanzarse desde la ventanilla de este avión, manteniéndome recto como un estilete para acabar hiriendo la superficie del océano, penetrando en la herida hasta la más íntima profundidad, hasta que el impulso de miles de metros de caída y la densidad del agua salada detuvieran la invasión? La piel, el cabello y las ropas se descompondrían por el vertiginoso caer y las plantas de los pies contra el vacío invitarían al vértigo de la altura y la velocidad. Atravesaría quizá el algodón puro vapor de alguna nube emboscada. Y me zambulliría consciente de que podía haber perdido el control, de que podía haber muerto al chocar con el agua dura como el acero, deshaciéndome en mil pedazos. Los peces curiosos se acercarían a conocer al invasor; los peces asustadizos huirían sorprendidos al unísono y en zigzag al conocerle. Burbujas saldrían de mi nariz y mis carrillos se inflarían, mientras me preguntara si tendría aire suficiente para alcanzar la superficie salvadora. Mis piernas aletearían frenéticas. Mis manos ayudarían hasta el límite. Mis ojos dañados por la sal no los cerraría, pues prestos habrían de estar a percibir la llegada del depredador hambriento. Quizá, me agobiarían la angustia y el miedo ante el ataque inminente y fulminante del agresor no avistado. En el temor perdería la concentración y se dificultaría mi ascenso. Es posible que el cazador carnívoro me despedazara en aquel medio anestésico y no apreciaría la falta del miembro cercenado hasta que, alarmado por la pérdida de empuje y efectividad de avance, llevara la mano incógnita hacia la pierna que fallaba para apreciar su ausencia. Vendrían entonces la sangre y el pánico. Sería pasto de los peces. Pero tal no ocurriría y rompería la línea superior del océano de abajo arriba agarrando el aire puro a dentelladas, famélicos los pulmones. Me emborracharía de rico respirar y, ya sosegado, con la actividad precisa para mantenerme a flote, miraría a mi alrededor percatándome de la enorme soledad que sin duda me iba a aplastar, dudoso del rumbo a tomar, deprimido por la inmensidad, seguro ahora de la futilidad de mi esfuerzo, de lo inútil de mi empresa, de lo estúpido de mi acción insensata. El azar podría enviar una embarcación salvadora cuyo rumbo se cruzara con mi espera, pero lo creía poco probable. Aún así, el espíritu del ser humano es loable y me impulsaría a resistir avanzando sin brújula, empleando algo de lógica según la posición del sol para decidir la dirección. ¿Cuánto aguantaría el cuerpo no preparado? ¿Cuántas brazadas podría dar? ¡Qué absurdo acometer! El empeño duraría horas, no sabría cuantas. El avance se me antojaría escaso, nimia la moral y deficiente la energía. Moriría desfallecido, agotado, ahogado. El lastre dentro de unos instantes me llevaría lentamente hacia el fondo, con los ojos abiertos contemplando en décimas de vida los tesoros del mar. Me mecerían las corrientes caprichosas hasta posarme levantando una fina capa de polvo junto a los cuerpos de otros exploradores curiosos que me recibirían con el testimonio silencioso de los equivocados. Pero, antes de abandonar la resistencia, flotando apenas, cerca de perder la conciencia, a punto de rendirse el espíritu derrotado, habiendo pedido perdón a Dios en un confuso pensar, extrañando a los seres queridos en una unidireccional despedida, vería volar alto, muy alto, un avión. ¡Qué cerca y qué lejos! Una distancia anecdótica para ellos y mortal para mí nos separaría. Mi mirada, casi cegada por el sol y la sal, apenas acertaría a distinguir aquel puntito que desde el aparato descendía impertinente, decidido, gallardo y elegante. Sería una persona en quien reconocería un afán de curiosidad que comprendía muy bien por haberlo compartido, pero sólo podría, en un postrer y último acto de vida, pensar: pero, ¿qué haces, insensato?

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