sábado, 20 de diciembre de 2008

Entrega de premios XIII Todos somos diferentes

Ayer, 19 de diciembre de 2008, tuvo lugar en el Ateneo de Madrid, la entrega de premios del XIII concurso de fotografía, cuento y relato hiperbreve, promovido por la Fundación de Derechos Civiles y que contó con personalidades de la vida política y cultural de la capital, así como de Salamanca y Ciudad Real.

En este certamen Juan Enrique Soto fue galardonado con una Mención Especial en el apartado de cuento, con la obra titulada "Una nariz de payaso en el GULAG".

Más información del evento en http://www.juanenriquesoto.es/

viernes, 31 de octubre de 2008

Relatos galardonados

Comunicaros la concesión de dos premios literarios a sendos relatos. Por un lado, una Mención Especial en el XIII Concurso Todos Somos Diferentes, otorgado por la Fundación de Derechos Civiles, por el relato titulado "Una nariz de payaso en el GULAG" y un Finalista en el Primer Certamen Literario de Relatos Breves, otorgado por la Asociación El Puente, de Valladolid, por el relato titulado "La sombra de un loco", ambos concedidos respectivamente el 30 y 31 de octubre de este año. Verán la luz publicados en sendos recopilatorios con ganadores y finalistas.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Un zapato en la cuneta

Cuántas veces no nos habremos preguntado qué hace un único zapato tirado en cualquier cuneta en la que no hay ningún signo de accidente de tráfico. ¿Cómo llegó ese zapato allí? ¿A quién pertenecía? ¿Siguió andando con un solo pie calzado?

Auténtica metáfora de la vida de algunos seres, esa imagen, la de un zapato en la cuneta, me sugirió el siguiente relato.

Un zapato en la cuneta

Tocó las cuerdas de su vieja guitarra. Su compañera reconoció al instante la caricia añeja y gastada, de costumbre. Aquella noche, especialmente oscura, fría y triste, sintió su guitarra agotada. Apoyó la barbilla entrecana contra la madera y suspiró, a su vez, su propio cansancio. Dio una larga calada al cigarrillo y lo apuró.
“¡Que deje de fumar! Ya sabes que no puedo. Ah, que al menos fume cigarrillos preparados para ser fumados, que me tiemblan las manos al liarme los míos. Quizá tengas razón, pero, tú sabes, me ayuda a pensar. Y a no pensar. No arde igual un pitillo liado por uno mismo, no es tan artificial, tan falso. Me sugiere un puente de piedra sobre un riachuelo y el rumor del agua entre las piedras mientras reposo contra un árbol. ¡Jilipolleces!
“Antes, me ayudaba a componer, ¿recuerdas? Mi mejor canción la compuse liando un cigarrillo. Tan hermosa letra, que curioso, la extraje de aquel hilo de saliva y el roce de mis dedos sobre el finísimo papel. Fue algo erótico si me apuras.
“Tú aún ibas cargada con todos los ecos de mi ilusión y mis dedos eran ágiles, pequeñas culebras que hurgaban en tus tensos tejidos. ¿Te gustaba, eh? Qué picarona eras y cuántos celos sentías de las mujeres que conquisté. Ya sé que no me crees pero a ti te he dedicado mis mejores caricias.
“No, ella no cuenta. Ella es diferente, es especial como sólo puede serlo un día cualquiera, el amanecer más esperado o el rumor de la lluvia sobre un tejado. Me refiero a las otras, a todas esas a las que he dedicado canciones. Sí, no paras de repetírmelo, a ti no te he dedicado ninguna. Será porque tú sigues fiel a mi lado. Bien mirado, sólo compuse para las mujeres que me dejaron. Menos para ella, para ella no. Sería como certificar su marcha y mi hija no me ha abandonado, sigue conmigo aunque no esté aquí.”
Perdió la mirada en la bolsa de tabaco, junto al sobre del papel y a una caja de fósforos abierta. Sólo quedaba uno, apenas con cabeza roja.
“Esa cerilla es todo un reto, guitarra, en algún momento, por mucho que desee retrasarlo, habré de intentar encenderla. Sólo habrá un intento. Se necesitará decisión y un pulso firme. Sí, no te empeñes en machacar el tema, sé que todas me han dejado. Gracias por recrearte en mis llagas.”
Ismael se levantó, se acercó a la ventana y apartó el sucio visillo.
“Se corre el telón y puedo veros en vuestras vidas anónimas. Sois gentes presurosas arrastrando vuestras prisas; gentes quietas aplastadas bajo vuestras quietudes. Tenéis todos una canción. Vosotros mismos sois el compositor, pero no queréis escucharla.”
Murmuró una melodía rota con su roto murmullo. Era su canción. Sonó como un lamento sin tristezas, sin oboes, sin tragedias.
La odiosa costumbre se impuso con el cotidiano chocar de los platos y los cubiertos sobre la mesa en un calentamiento previo al concierto. La histriónica sintonía del noticiario colaboraba como adecuado fondo musical. El visillo reposó en su habitual caída. Todo es siempre tan igual. Ismael continuó mirando hacia la calle a través del tejido.
“Aunque se desenfoque mi mirada, seguís ahí, perdidos, sin dejar de caminar. Pobres diablos.”
Guardó la guitarra en una funda tan viaja como el instrumento, pero aún más castigada, raída y sabia, de color verde olvidado, llena de cicatrices de miles de años, heridas curadas en los caminos.
“Y en las posadas”, dijo Ismael en voz alta sin saber por qué. “A ti tampoco te compuse nada. ¿Quién le compone una canción a la funda de su guitarra? Yo no, no estoy lo suficientemente cuerdo. Gracias por ese y tú que lo digas que os salió a coro. ¿Qué os hubierais conformado con una estrofa? Eso no es serio. A vuestra edad no vais a recriminarme ya nada. Somos los tres muy viejos. Y muy perros. Ahora, dejadme un rato, que tengo hambre y ese cocido huele de maravilla.”
*******
“Cada esquina tiene también su propia canción. Y el bordillo de la acera. Hay infinitas canciones.” Ismael apoyó la espalda en la pared y una mano en la enfundada guitarra. Dio una calada, esperó a que el humo incendiara sus entrañas y trató de expulsar con él todos sus demonios. No lo consiguió.
“Nunca le dais a nadie la espalda. No tenéis tiempo suficiente para hacerlo. Pero tampoco miráis de frente. Desfiláis como soldados derrotados, como desertores, avergonzados y desconfiados, diría, respectivamente. ¿De qué color son vuestros ojos? ¿Qué teméis? ¿Qué escondéis?”
Extrajo la guitarra. Pasó la cinta por su cabeza con cuidado de no castrar el cigarrillo en la boca torcida y alfombró su escenario con la funda.
“Lo que daría por unas candilejas y el impertinente acoplamiento de un micrófono. Sí, el público también. Está ahí, sólo que no lo habéis visto, hay demasiado humo.”
Alguien, un transeúnte, un individuo, un anónimo, un cogote que se alejaba, arrojó una moneda sobre la funda. Ismael miró el trozo de metal que brillaba con insolencia. La eternidad y el resto del universo se detuvieron en la moneda que no terminaba de quedarse quieta, cruel Salomé que danzaba a sabiendas del dolor que inflingía.
De pronto, a Ismael le pesaron las piernas, su guitarra, todos y cada uno de sus pasados, los pecados que no se atrevió a cometer y las penitencias que se negó a cumplir. Le pesó el cielo sobre su cabeza y le pesó su barba descuidada de canas y grises. ¿Qué demonios o ángeles apretaban su corazón con las tenazas? Sintió su alma rota. Allí, en aquella esquina tan normal, el viejo cantautor ahogó sus ojos en aguas que se desbordaron por las mejillas. Ni la guitarra ni la funda de la guitarra supieron qué decir.
******
¡Tócala otra vez! ¡Tócala! ¡Cariño, estoy agotado! ¡Sólo el estribillo! ¡Venga, por favor! Le hacía pucheros la niña de ojos azules.
Y Laura perdonó los algodones del cielo,
cambió del paraíso su sabor a fresa
para dar cobijo a un pájaro viejo.
Cantó la dulce melodía mientras la niña le miraba con sus grandes ojos y él entraba por ellos en un mundo de fantasía y salía de él por la sonrisa más enorme del planeta.
*****
Ismael lloró como el niño más desdichado, de cuclillas junto a la insultante limosna. Nadie miraba. Nadie veía nada. Nada.
Caminó cabizbajo, sin rumbo. Sus reflejos en los escaparates eran penosos y de escaparate en escaparate, cada vez peor. “¡Ya verás en el siguiente!”
Pensó en componer una canción sobre el suicidio. “Es una canción fácil, ¿no os parece? Entiendo que guardes silencio. Sentís compasión. Hace falta valor para componer buenas canciones. Una vez lo hice, ¿no es verdad? “Humo”, de Ismael Cepeda, vaya que sí. Ahora descansará en un cuartucho junto a un tocadiscos desvencijado, detrás del mueble, sosteniendo el podrido contra chapado para que no se hunda. Bueno sí, también puede estar en una tienda de segunda mano. Sería que alguien lo cambió por un bocadillo. ¿Qué más da si es de mortadela o de tortilla?”
La mano en el bolsillo de la gabardina certificó que no había cigarrillos, aunque podría dar fuego si alguien se lo pidiera, pero sólo una vez, y, a lo peor, ni eso.
*****
Contempló el techo desde su cama. Las manchas de humedad eran playas caribeñas. O planetas deformes que no pueden orbitar como está mandado y serán presas fáciles de las supernovas o de los agujeros negros. No, sólo era un sucio techo, como sucia era la vieja tos del viejo roto que traspasaba la pared desde el cuarto de al lado.
“Ahora, las toses se multiplicarán. Tos por tos, igual a ahogo. Ahora se oirá el grifo abrirse. Un vaso de agua. Eso un poco más. Un trago. Otro. Muy bien, ahora el vaso a la mesilla para luego meter los dientes. Perfecto.
“¿Cuál de mis rituales imaginará el vecino? ¡Guitarra! ¡No seas ordinaria!
“La noche se marchó despacio, como todas las noches. Laurita fue el único tic-tac en mi reloj sin minutero. Se cansó de que su tiempo no marcara las horas, ni los cuartos, ni las medias. Laurita, mi niña, se marchó sin comprender mis fracasos.”
El Fracaso, con mayúscula, ayuda a un hombre a encontrarse consigo mismo. Laurita le dejó con sus fracasos con minúsculas y una búsqueda egoísta y cobarde de sí mismo.
“Por eso mi fracaso se escribe con mayúscula, porque fue total.”
El estómago de Ismael compuso la canción del hambre. Se levantó, peinó hacia atrás su pelo cano, hacia abajo su barba cana y hacia adentro sus retortijones. Salió de la habitación y dejó sobre su plato vacío la limosna de la esquina, que sonó como una batalla perdida sin derecho a armisticio, una miseria recogida de la tierra con sus propias manos. La mujer que servía la sopa ni siquiera le miró. Sólo la vieja de la silla de ruedas le vio salir mientras masticaba con chasquidos su caldo.
“Sí, Laurita se marchó. Quería volar y ver mundo y soñar otros sueños, los suyos, que los míos ya estaban soñados. Sólo era una criatura, dices bien. ¡Qué ojos tenía la condenada! ¿La hice bien, eh? Algún desgraciado la estará babeando ahora. Sí, yo también espero que nadie le cante su canción. No creo ni que la conozcan. Sabía que estarías de acuerdo conmigo.
“¿Qué tal si cantamos algo antes de que alguien nos eche un euro? Muy bien, ¿por cuál empezamos? No, esa no, que es muy alegre y está lloviendo. Esa, esa está mejor.”

martes, 16 de septiembre de 2008

Místico

Místico es el el título de un poema con el que gané mi primer certamen literario, en este caso el Primer Certamen de Poesía Nuestra Señora de la Almudena, en Valladolid, mientras hacía el servicio militar. Me regalaron un juego de pluma y bolígrafo que, por desgracia, no conservo.

Místico

Es largo el camino a casa
al atravesar la noche con su frío clavado en la sangre.
Dejado es atrás un pedazo de mí
con cada palabra,
con cada sonrisa regalada sin costumbre,
con cada silencio.
Un pedazo de tristeza,
una lágrima de dolor,
un corazón lleno de almas.
Son los nombres pronunciados
y las manos las que acarician,
el viento el que susurra
el agua serena que alimenta mis venas,
los que agarran mi Ser
apretándolo con la furia de los cuerpos amados.
Es largo el camino a casa
escapándoseme el cielo amable por entre los dedos,
aferrándome la dignidad entre los ojos
y la caridad en el pecho.
Es largo el camino
que sigue la senda de luz
de la persona única en sí
con los labios curtidos
y la piel labrada en la sombra siempre,
escondido,
oculto en un daño místico, idolatrado...
abierta como está la ventana que habla,
que dice que tu falda vuela
mientras das vueltas con tu sonrisa
y ríos de sueños te abrazan, ebrios de dicha.
Es largo, muy largo
y el mar demasiado bravo para mis brazos.
El león está cansado.
Es largo el camino que me devuelve
al fuego de la mente,
a la tormenta bestial de la consciencia.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Insensato


El siguiente artículo fue publicado en la página http://www.divague.com/ hace algunos años.

Insensato

No habría afán suicida en el empeño, sólo exploratorio. Pero, ¿cómo resultaría lanzarse desde la ventanilla de este avión, manteniéndome recto como un estilete para acabar hiriendo la superficie del océano, penetrando en la herida hasta la más íntima profundidad, hasta que el impulso de miles de metros de caída y la densidad del agua salada detuvieran la invasión? La piel, el cabello y las ropas se descompondrían por el vertiginoso caer y las plantas de los pies contra el vacío invitarían al vértigo de la altura y la velocidad. Atravesaría quizá el algodón puro vapor de alguna nube emboscada. Y me zambulliría consciente de que podía haber perdido el control, de que podía haber muerto al chocar con el agua dura como el acero, deshaciéndome en mil pedazos. Los peces curiosos se acercarían a conocer al invasor; los peces asustadizos huirían sorprendidos al unísono y en zigzag al conocerle. Burbujas saldrían de mi nariz y mis carrillos se inflarían, mientras me preguntara si tendría aire suficiente para alcanzar la superficie salvadora. Mis piernas aletearían frenéticas. Mis manos ayudarían hasta el límite. Mis ojos dañados por la sal no los cerraría, pues prestos habrían de estar a percibir la llegada del depredador hambriento. Quizá, me agobiarían la angustia y el miedo ante el ataque inminente y fulminante del agresor no avistado. En el temor perdería la concentración y se dificultaría mi ascenso. Es posible que el cazador carnívoro me despedazara en aquel medio anestésico y no apreciaría la falta del miembro cercenado hasta que, alarmado por la pérdida de empuje y efectividad de avance, llevara la mano incógnita hacia la pierna que fallaba para apreciar su ausencia. Vendrían entonces la sangre y el pánico. Sería pasto de los peces. Pero tal no ocurriría y rompería la línea superior del océano de abajo arriba agarrando el aire puro a dentelladas, famélicos los pulmones. Me emborracharía de rico respirar y, ya sosegado, con la actividad precisa para mantenerme a flote, miraría a mi alrededor percatándome de la enorme soledad que sin duda me iba a aplastar, dudoso del rumbo a tomar, deprimido por la inmensidad, seguro ahora de la futilidad de mi esfuerzo, de lo inútil de mi empresa, de lo estúpido de mi acción insensata. El azar podría enviar una embarcación salvadora cuyo rumbo se cruzara con mi espera, pero lo creía poco probable. Aún así, el espíritu del ser humano es loable y me impulsaría a resistir avanzando sin brújula, empleando algo de lógica según la posición del sol para decidir la dirección. ¿Cuánto aguantaría el cuerpo no preparado? ¿Cuántas brazadas podría dar? ¡Qué absurdo acometer! El empeño duraría horas, no sabría cuantas. El avance se me antojaría escaso, nimia la moral y deficiente la energía. Moriría desfallecido, agotado, ahogado. El lastre dentro de unos instantes me llevaría lentamente hacia el fondo, con los ojos abiertos contemplando en décimas de vida los tesoros del mar. Me mecerían las corrientes caprichosas hasta posarme levantando una fina capa de polvo junto a los cuerpos de otros exploradores curiosos que me recibirían con el testimonio silencioso de los equivocados. Pero, antes de abandonar la resistencia, flotando apenas, cerca de perder la conciencia, a punto de rendirse el espíritu derrotado, habiendo pedido perdón a Dios en un confuso pensar, extrañando a los seres queridos en una unidireccional despedida, vería volar alto, muy alto, un avión. ¡Qué cerca y qué lejos! Una distancia anecdótica para ellos y mortal para mí nos separaría. Mi mirada, casi cegada por el sol y la sal, apenas acertaría a distinguir aquel puntito que desde el aparato descendía impertinente, decidido, gallardo y elegante. Sería una persona en quien reconocería un afán de curiosidad que comprendía muy bien por haberlo compartido, pero sólo podría, en un postrer y último acto de vida, pensar: pero, ¿qué haces, insensato?

viernes, 5 de septiembre de 2008

El exilio imaginado

Edición Personal, en su crítica de la obra El exilio imaginado decía ayer:

El exilio imaginado, por Juan Enrique Soto Castro

Algunos escritores cuentan en sus entrevistas que cuando escriben se pueden desdoblar y crear un mundo paralelo entre la realidad y la literatura. En el caso de esta obra, el autor compara el hecho de escribir con la situación de exilio en que pudiese estar un individuo.
Con sus poemas transmite la sensación única de estar en otro lugar, aun cuando pueda seguir en la habitación de su casa. El exilio imaginado es la narración de versos libres, cargados de sentimientos reprimidos que hacen explosión a través de las palabras.
En esta primera parte de la obra prevalece un estilo literario que evita el uso de las comas y signos de puntuación, sin que los versos pierdan el sentido y el ritmo.
Soto Castro también se nutre de la naturaleza para construir versos libres que describan en detalle cada aspecto del ecosistema. Y deja un espacio sin lugar a dudas, a los sentimientos del individuo, como por ejemplo imaginarse la eternidad o describir a través de la poesía las hazañas de los míticos autores como Machado o García Lorca.
Es una obra que generaría interés en el público lector, por la sencillez de los versos pero a la vez, lo profundo de su significado, imponiendo un estilo claro y nutrido, siempre con una connotación social.

La obra comienza así:

ILUSIÓN DE EXTERIOR
CUBIERTA DE NAVÍO
NOCHE

Un hombre con jersey negro de cuello alto, barba cana y cano pelo, mira hacia el horizonte con ojos llorosos. A sus pies hay una maleta golpeada, mal remendada con hilos de piel. Frente a él cree ver el mar, pero el mar es sólo ilusión, un deseo, es mentira. En realidad, escribe versos sentado en su tranquilo despacho de escritor de su plácido hogar. Él cree, casi es delirio, navegar con destino al exilio acodado en la proa de un desvencijado y apresurado navío que zarpó al amparo de la noche para huir de los fusileros a traición del otro bando. De ahí su triste mirada. De ahí, y también de la posibilidad de que se engañe a sí mismo; está convencido de que ese, el exilio, es el único modo, la única excusa, la obligada condición para ser poeta. Y escribe, por tanto.
Soy exiliado en mi propia tierra
En mi propia casa en mi propia piel
Creo que apenas se entiende
Si además no hay fronteras no hay aduanas
En esta habitación
Sólo paredes ventanas puerta
No hay ni una marca de tiza en el suelo
Ni alambradas de espino
Ha sido necesario inventarme un rey impostor
Con su nefasta voluntad
Su traición y felonía
Que concibiese mi destierro
Por inconfesables motivos
A pesar de padecer mil torturas
Y me penó a malvivir
En mi piel otro país otra tierra
En la balsa de mi memoria frágil
Y en vergüenza de una cobardía
Para enfrentarme al acto de aquí ser yo
En este sueño inapropiado impropio
Absurdo e incomprensible
En el que nocturno navego

viernes, 22 de agosto de 2008

La cesta de conchas.


El siguiente relato apareció publicado en el libro Mujer, su mundo y vivencias, publicado por el Ayuntamiento de Navalmoral de la Mata en marzo de 2008, y en él se recopilaban relatos enviados al Certamen Día de la Mujer 2007. Se reproduce íntegro a continuación.



La cesta de conchas



¿Qué pasaría si dejase la puerta abierta mientras enciendo otro cigarrillo y se quedara así para que entrase y saliese todo, el cuerpo y el espíritu, el ruido y el silencio, el viento y mi aliento, mi vecino o yo misma acompañando al humo vacilante? ¿Qué pasaría si no pudiese cerrarla y el motivo fuese la falta de valor, este que impide que de un paso hacia delante, que separe la espalda de esta pared que me sostiene? No, cerrarla sería como morir en un portazo, como si después, al mirar la pulida superficie de la puerta, la mirilla se transformase en un insultante ventanal a lo rechazado por cobardía.
Inmóvil, con los brazos caídos y la mirada clavada en la puerta de enfrente, la del vecino vicioso que seguro intenta espiarme a través de su impertinente agujero, derramaría como gelatina mi lasitud. El pasillo vacío sería eterna potencia de visita, con su planta de plástico y el rumor del ascensor que pasaría de largo o se quedaría corto.
¿Qué pasaría si regresase?
-¡No lo hará! Y nadie me dirá nada. Como si la casa estuviese vacía, sin mi, sin mis tacones de aguja ni mis perfumes caros. Como si nadie viviese en el hueco que contiene mis rutinas y mis manías. Y mis extremidades se convertirán en sombras ajenas junto a los zapatos tumbados. La maleta se quedará sobre la cama. Cerrada. Como un cofre del tesoro. Como una cesta de conchas recogidas a la edad de siete años y olvidada a esa edad pero un día más tarde.
Acabo de regresar y ya me aplasta la sensación de no haberme marchado. Los recuerdos recién adquiridos no deben ser reales sino imágenes extraídas de las últimas revistas o de comentarios de otros que sí estuvieron allí. La maleta no prueba nada. Las fotos que contiene estoy segura de que al abrirla estarán veladas. Y no nos reflejarán porque él no quería salir en ellas. No podían quedar pruebas. Éramos furtivos, cazadores al acecho de una noche amparada en mentiras para gozar de la mentira.
Estoy sentada en la cama y antes de quererlo, me he tumbado sobre la colcha, extasiada con el techo y su lámpara ventilador, un brazo sobre la frente y una amarga bilis en la garganta. La oscuridad penetra lentamente en el apartamento, dando por acabado el día. No hay encendida ninguna luz, salvo cuando se enciende la de la escalera y algún vecino llega a su casa, alegre o contrariado, a encontrarse con los suyos o a sacar al perro. Tula se enrosca a mi lado y ronronea. No siente curiosidad por lo que haya más allá de nuestra habitación y ni siquiera se asoma al pasillo. Es una gata inteligente. Se basta a sí misma.
Cierro los ojos. Escucho el mar, un rítmico rumor que me llena de infancias. Veo una niña. Brilla su pelo rubio y las olas tranquilas mojan sus piececitos. recoge conchas y las mete en una cesta. Se agacha, toma otra, la limpia, la evalúa y, si está entera, a la cesta. Pero la niña tropieza y las conchas caen sobre un montón sucio de algas y basura donde ni el agua se atreve a mojar. Una ligera brisa con olor a sal mece sus cabellos y se recrea en los pliegues de su ropa y de sus labios. La niña mira las conchas desparramadas fijamente. Llora despacio, como las olas.
Me despierto. No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Tengo las mejillas húmedas. Irene está a mi lado. Me acaricia el pelo y me susurra cálidas palabras. Sus labios se mueven muy cerca de los míos y sus ojos en los míos penetran. Me pide perdón, no se por qué y descanso mi rostro en el colchón de su pecho. Ha cerrado la puerta. Ha dado de comer a Tula y ha cambiado las arenas.
Irene suspira cuando le siseo con mala intención que he soñado con Luis. Toma mis manos, besa mis dedos y leo en su mente que esperará. En cambio, yo no puedo esperar ni pensar. Estoy vacía, tanto que ni recuerdo el rostro de Luis, el perfil de su boca, la ternura de sus manos como alas. Siento que al morirse se ha llevado consigo mis recuerdos de él, la totalidad de su ser, lo que él vivió de sí mismo y lo que de él viví yo. Y, de pronto, todo queda en nada.
Irene me llama a diario y como mínimo un día sí y otro también viene a casa. Trae flores o revistas o invitaciones a estridentes locales de moda. Las flores se marchitan en jarrones de cristal. Las revistas duermen intactas en el revistero. Las invitaciones caducan. Llega, me abraza, me quita los paquetes de tabaco, los guarda en su bolso y se los lleva. Me da igual. Compro tabaco sólo para que ella me los quite y pague así su cuota de compasión. Después, me siento culpable.
Irene me ama, pero yo arrasto mi vacío en zapatos negros de tacón alto, araño con toda intención el parqué brillante. He debido volverme odiosa con tanto silencio y frialdad, tanto que Irene ya no viene. Ha dejado de llamar. Su última llamada está grabada en el contestador y me avisa con su luz roja intermitente. Lloro de nuevo. Lloro de pena.
Así, odiosa, los días caen, maduros, y se estrellan y revientan contra el duro suelo, inservibles. No hay nada aprovechable en ellos y tampoco me preocupa. Simplemente, les dejo madurar y caer, odiosa. Preparo café cada mañana, bebo dos tazas, una nada más levantarme; otra, después de comer. El resto lo tiro. Al día siguiente hago más café. Esa es la metáfora de mis días. Acabo sentada a los pies de la cama y miro hacia la puerta. ¿Qué pasaría si la dejase abierta y Luis regresase, aunque fuese convertido en un fantasma?

miércoles, 20 de agosto de 2008

Día de dolor

Mi alma está con todos aquellos que hoy tan trágicamente nos han dejado y con aquellos otros que no les podrán abrazar esta noche. Su dolor es mi dolor.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Versos dialogados o diálogo versado

Es el primer poema de la obra Diálogos del camino, un recorrido amable entre el Maestro y su joven alumno, escrito en el año 2002.

¿De qué está hecho el silencio?

¿Estás cansado, Maestro?
¿Por qué calláis?
¡Estás llorando!
Callo, pues me ganó el silencio,
lloro, pues me ha derrotado.
¿Qué puedo hacer, Maestro
para consolaros?
Nada, mi joven aprendiz,
que al silencio ningún poeta gana
si se le acabaron las palabras.
¿Dónde he de ir a buscarlas?
¡Las traeré a miles! ¡A bandadas!
El Maestro sonríe
acortando el camino de una lágrima.
No sufras, mi muchacho pequeño,
que aunque el silencio es cruel,
guarda en sus mismas entrañas
todas las semillas del verso.
Entonces, ¿habremos de esperar?
Esperar es lo que haremos.
Maestro, y si la voz ha de tornar,
¿por qué lloras?
Lloro porque soy viejo
y tengo mucho menos tiempo
del que está hecho el silencio.

lunes, 11 de agosto de 2008

Microrrelato premiado

El siguiente microrrelato fue seleccionado para la antología ¡Cuánto cuento!, publicado por la Editorial Acumán en diciembre de 2005. Está inspirado en una fotografía del Maestro Henri Cartier-Bresson, del libro Las imágenes y las palabras, ya mencionado en anteriores entradas de este blog.

El título que yo le dí a la foto fue Bol de arroz y si se hojea el libro sobre el fotógrafo se da fácilmente con la imagen (no se reproduce respetando los derechos de autor, como debe ser).

Bol de arroz

Nepal, hoy mismo.
-¡Viejo! ¿Qué sacrificarías a cambio de mi bol de arroz humeante?
El anciano parecía no escuchar al joven soldado. Sentado, una mano sobre otra, los ojos reflejados en las cumbres del Himalaya.
-¡Eh, viejo! ¿Qué sacrificarías? ¡Di!
-Todo lo que poseo es todo lo que ves.
-Pues creo que hoy te quedas sin comer.
Los otros soldados rieron la gracia a carcajadas.
-No he dicho que no pueda entregar nada – replicó el anciano.
-¿Y qué puedes ofrecer tú? Ese trapo pulgoso que llevas puesto ni lo arrimes a mi nariz. No veo nada más, salvo esas sucias sandalias.
-Aún así, a pesar de mi pobreza, hay algo que tengo en grandes cantidades y que cambiaría contigo por tu bol de arroz.
El soldado entrecierra los ojos, desconcertado y, al mismo tiempo, curioso por culpa de la ambición. Quizá, el viejo esconda algo valioso y él ha sido más rápido y listo que sus compañeros.
-¿Algo que me darías a cambio de mi bol de arroz?
-Aunque el arroz estuviese frío.
-Acepto. ¿Qué me das a cambio de mi ración diaria?
-¡Mi hambre!

sábado, 9 de agosto de 2008

Barcas varadas (I)

Un pequeño puerto pesquero. Amanecer. Olor profundo a mar. Se escuchan leves chapoteos de las olas contra los cascos de las barcas. Sobrevuelan algunas gaviotas. Un viejo marinero está sentado en un banco. Mira de frente, al horizonte. Se ha liado un cigarrillo. Lo chupa, aún apagado. Hace un gesto buscando una caja de cerillas en algún bolsillo. La mano palpa la pechera, después la pernera derecha. Se detiene. con la mano aún sobre la tela, olvida las cerillas. La pernera está perfectamente doblada, cosida en imperdibles a la altura de medio muslo. No ha dejado de mirar al frente mientras lo hacía. Chilla una gaviota. Cloquea el motor diesel de un barquito pesquero. Sale del puerto con lentitud. Un marinero saluda brevemente desde la cabina del barco. El marinero sentado en el banco del puerto corresponde con la mano izquierda. Su brazo queda en alto, tiembla levemente, hasta que el barquito desaparece por la bocana. Chilla otra gaviota. El viejo sigue mirando al frente. Aprovecha antes de que parta otro y pueda verle y llora.

martes, 5 de agosto de 2008

¿Quién escribe sobre quién?

No hay escritor que se resista. Te asalta la duda, haces un juego de palabras y la pregunta se convierte en ficción... ¿O es realidad?

El escritor

El escritor quedó callado mirándose las manos. Las cortinas se mecían levemente con el aire limpio. El folio impertinente continuaba en blanco. Él deseaba escribir, se le ocurrían millones de palabras, aunque sueltas, extraviadas sin historia. Deseaba escribir sobre ella, sobre esa hermosa mujer que siempre deseó amar, pero la pluma continuaba encapuchada.
No acertaba a reconocer que la amaba aunque su corazón no le perteneciera y jamás le hubiese dirigido la palabra, ni mirado siquiera.
Cómo podría hacerlo si no existía, si era un producto imperfecto de su imaginación, un personaje por crear que aún no se había vestido de tinta. Una mujer sin rostro definido, de rasgos mal ideados en el aire de la inexistencia, con cabellos que ondeaban al viento de la imagen difusa.
El escritor se sentía solo, impotente. Quería escribirla, inventarla para que reconfortara su soledad, le acunara con infinita ternura y le llenara de valor para llegar a ser lo que osara ser. Por tener alguien a quien amar, aunque fuera un personaje de ficción al que otorgar un corazón generoso hacia su creador y entregarse a él si esa era su voluntad, que lo era. Su imaginación creadora sería la autoridad, el poder, el dueño de sus femeninos actos, todos aquellos que siempre anheló sentir en su piel de hombre. Al menos, aunque sólo fuera un fantasma creado, alguien le amaría con entrega, sin condiciones.
Y cuando por fin se decidió a darle forma de palabra a su espíritu creado, a sus caderas y al color de sus ojos, a la ropa inconfesable, atajó con resolución el folio en blanco, situó el plumín dorado sobre él y se quedó allí petrificado.
El borrón de tinta crecía absorbido por la hoja virgen. La mirada fija y perdida en el brillante papel. La mano quieta. La mente muerta.
¡No podía! ¡No podía! Gritó su impotencia.
Salió de su estupor arrojando con rabia la hoja en una pelota lejos, sin destino decidido.
El escritor se derrumbó sobre la mesa sollozando. Jamás lo conseguiría. ¿Por qué se le negaban las palabras y sus actos, las conversaciones y los escenarios, los sentimientos? ¿Por qué era tan difícil crear?
Quizás, porque el escritor no sabía era que esa mujer inexistente nunca podría llegar a existir porque ni él mismo era real, sino un personaje más de un escritor que no se encontraba inspirado y que escribiendo por escribir, escribió sobre un escritor que no podía escribir sobre un amor imposible, incapaz de describir una mujer bella y sensual, de piel suave y voz dulce, de ojos hermosos y largos cabellos negros que le habría de amar.
Quizás porque todo se reducía a escritores, personajes, plumas, tintas y hojas blancas, a palabras, voces y gritos desesperados de seres que deseaban existir y no podían mientras la inspiración no llegase, mientras la creatividad se escondiera tras impotencias tontas y estériles disciplinas.
Se ignoraba quién decidiría quién habría de existir y quién no; quién se convertiría en protagonista y quién en autor; quién sobreviviría a la lectura siendo lector o quién sería aplastado entre otras hojas leídas.
Es por eso que el escritor del personaje escritor, dejando sin dejar de escribir, escribió que el escritor por un momento intuyó conmovido, resignándose, que iba a aceptar que su existencia podría arrugarse en cualquier momento en una pelota de papel y su efímero ser terminaría en una papelera llena de existencias que nunca existieron, de personajes que no alcanzaron a protagonizar más que una idea leve en una trama inconexa de una historia no intuida.
Y fue tal la incógnita, que sin parar de escribir, ya nadie sabe quién es el escritor y quién el personaje. Ni siquiera tú, cuando me leas sabrás quién eres, lector o ficción, palabra escrita o ente material, porque ¿quién sabe quién es el que escribe, quién es el que lee y quién es el leído?

domingo, 3 de agosto de 2008

Otros versos

Unos versos extraídos del libro Poemas de agua, escritos entre San Pedro del Pinatar (Murcia) y Madrid, en el verano de 2003.

LA FUENTE TRISTE

El patio de la fuente
enmudecida por la lluvia
caliente
me decía:
¡Schss! ¡Calla!
No la despiertes,
no resistiría
no ser tan fuerte
como la lluvia de este día.
Y yo callé
y mis pasos a su lado
volé
por no ser malvado
y una vez cruzado
susurré
al patio:
¡Schss! ¡Calla!
Que me hago cargo.
Volveré mañana.

sábado, 2 de agosto de 2008

Las imágenes y las palabras

Un ejercicio interesante para cualquier escritor es el desafío que supone observar una imagen de la que no se sabe nada y, a partir de ella, llegar lo más lejos posible literariamente hablando. ¿Qué sale en la foto? ¿Qué me dice? ¿Quiénes son los que en ella aparecen? ¿Qué les ha sucedido? ¿Qué les pasará? Para ello, nada mejor que utilizar al gran maestro, al señor Henri Cartier-Bresson, cuya mirada convertida en lente fotográfica y su mente transformada en película de revelado no enseña que vemos mucho más de lo que creemos que vemos y que el tiempo es tan relativo que podemos congelarlo para que nos cuente historias apasionantes.
Volveré sobre este ejercicio, un juego realmente, utilizando el libro Des images et des mots, con fotos suyas que recorren lo mejor de su carrera, publicado por Delpire en 2003.

La foto la podéis ver en el siguiente vínculo: www.kaush.com/archives/2004_08.html ya que no está bien publicar las fotos de otros sin su permiso. El título hay que ponérselo, aunque la foto ya lo tenga. Recordad, sólo es un juego.

Mi título es: Llueve en la vieja estación de tren

No ha dejado de llover en varios días. Edmundo corre sobre los charcos como si corriendo fuese a mojarse menos. Su reflejo en el agua está empapado y las perneras y los zapatos están sucios de grasas y barros. Si sus zancadas fuesen amplias, quizá tendría algún sentido su carrera, pero no, son cortas, igual que si caminara. Si caminara, salpicaría menos.
Claro, no es cosa de adultos tomárselo con calma mientras se cruzan charcos insalvables y Edmundo no es un niño. Tampoco es un anciano, pero está más cerca de morir que de su nacimiento. Y la mayor parte de su tiempo la ha pasado en la vieja estación de tren y en sus inmediaciones, de camino a ella o de ella alejándose.
La vieja estación de tren ya no se usa como estación de tren. Eso explica la gran cantidad de escombros, hierros retorcidos y escoria diversa diseminados por toda su superficie, que los tejados sean simulacros de tejados y que su reloj haya muerto a las diez y veintisiete horas de un antiguo día. De ahí que resulte incomprensible que Edmundo acuda todos los días y dé nerviosos paseos a lo largo del andén número dos, mientras mira una y otra vez al reloj y al horizonte donde las vías se tocan. Es evidente que espera la llegada de un tren, llegada que no se producirá. Lo extraño es que nadie se lo haya dicho o que él mismo no se haya dado cuenta de que esa estación no está ya para recibir más trenes.
Allí sólo duermen vagabundos y palomas. Es un lugar emocionante para los mocosos y un buen escondite para lagartijas y obscenidades grabadas con navajas en las paredes. Si acaso hubiesen abandonado alguna locomotora, negra, recia, señorona, como una gigantesca cucaracha fosilizada, pero no, ni siquiera un vagón de mercancías ideal para polizontes, fugitivos o aventureros sin dinero, da muestra de lo que rodaba sobre sus raíles.
Edmundo acude todos los días, aunque llueva, como hoy, a esperar el tren. Pero el tren no llega y si no llega el tren, no vendrán sus pasajeros. No habrá maletas que ayudar a descargar, que por eso no hay mozos con carritos y gorra. Ni familiares impacientes para dar abrazos, besos y recuerdos.
No falla. Andén arriba y abajo. Miradas al reloj, al horizonte. Alerta el oído a los altavoces. Nada. Sigue esperando. Pero nadie viene. Y no se concibe la vieja estación de tren sin Edmundo. Son muchos años ya. Y uno se pregunta cuánto tiempo es capaz de esperar alguien a otro alguien. ¿Toda una vida o sólo un momento? En realidad, depende de la noción del tiempo y ésta, claro, es muy personal.
Para Edmundo es muy posible que sea hoy cuando llegue su tren y si es hoy siempre hace ilusión porque hoy es hoy, hoy mismo. Da igual lo que se haya esperado antes porque hoy ya ha llegado, no hay que esperar más. Todos los días son hoy para Edmundo. Por eso viene todos los días. Y son muchos años los que lleva viniendo. Tantos que la vieja estación ha dejado de ser una estación de tren para ser una vieja estación de tren sin trenes.
Edmundo salta sobre los charcos. Su reflejo y sus pantalones siguen empapados. Pasea por el andén número dos y mira el reloj. Son las diez y veintisiete minutos. Espera el tren que vendrá hoy y el tren viene siempre hoy. Y hoy llueve, no ha dejado de llover en varios días.

lunes, 28 de julio de 2008

Unos versos


Poema L


Mi vida es lo que aún no he olvidado


Poema LI


Morir en el silencio de otros
Es morir más


Poema LXXXVII


Reitero.
Sólo soy un extranjero que cuelga del silencio su sombrero
porque no ha encontrado patria, voz propia ni hostal humilde donde rumiar su destierro.
Soy poeta desde el asombro y un rumor de espumas.


Poemas extraídos de Penumbras sobre un mar de espumas, Griñón 2003-2004

jueves, 24 de julio de 2008

El personaje real

Un personaje deviene real cuando no es definido con los adjetivos que le añade al escritor al nombre sino cuando el propio personaje actúa y sus hechos le califican. Lo realmente difícil es encontrar esa acción tan definitoria, esa ejecución que le muestra tal cual es sin avisar al lector que le están describiendo a un personaje. Es responsablidad del personaje definirse con sus actos pero no es sino el talento del escritor el que permite seleccionar la acción definitoria. No es tarea fácil en la ficción. A la realidad le cuesta mucho menos, le sale natural y de tan natural el impacto logrado es demoledor.
Qué escritor no habría deseado crear personajes como Adolfo Suárez o el Rey de España. Adolfo Suárez, un hombre que forma parte de la Historia con mayúsculas, un hombre condenado a olvidar en vida su papel en esa Historia. Junto con el Rey don Juan Carlos I, el personaje más destacado de la transición y quizá de la Democracia española. Sin embargo, la cruel enfermedad del Alzeimer hiere su memoria y en un encuentro organizado para condecorarle, para responderle con respeto, admiración y gratitud por su contribución al bien de todos, Adolfo, el hombre, se encuentra ante su Rey y no le reconoce. El Rey le echa una mano por encima del hombro y se lo lleva a dar un paseo por los jardines de Palacio, lejos de los ojos de los demás. Un Rey, tranformado en hombre, entrega su cariño al estadista que olvida su participación estelar en la Historia.
Como todo escritor que se precie, este que les escribe siente celos de la realidad. Como hombre no puede dejar de impresionarse por como la realidad, con sus emociones, tiñe de colores su propio vestido.

viernes, 18 de julio de 2008

Narrar o enumerar

No todo lo que escribimos ha de contar una historia. A veces, es suficiente con enumerar algo para mostrarlo y que por sí solo tenga verdadero valor literario. Se trata de hacer que el lector vea algo que a diario tiene ante sí pero en lo que no había reparado. El escritor le hace ver lo mismo pero con otros ojos. Es algo que intento cada vez que escribo.
Os muestro un ejemplo.
"Tejados"
Inclinados, más inclinados, de uralita, de teja, a dos aguas, con canalón, sin él.
Con claraboya, con chimenea, con varias chimeneas, con salida de gases.
Con entrada de cacos, sin ella, con gorriones muertos, con hormigas, con antenistas.
Bien rematados, sin rematar, con goteras, con suicidas, con banderas.
Con palomar, con porquerías, con pelotas de goma, con botas, con pinzas de la ropa.
Altos, bajos, más bajos, con nieve, con escarcha, con lluvia, secos.
Con vértigo, con ala delta, con escala, con escalera, con tendedero.
Con horizonte, con mirador, con lejanos paisajes recortados, con escorzos.
Con cielos como techo, con nubes, con aviones, con planetas sobre ellos.
Con gatos negros, con la luna llena.
De paja, de brezo, de bambú, de pizarra.
Izado con grúa, trabajado con las manos, resbaladizo, peligroso, emocionante.
Junto a otros, aislado, volado por el huracán, derruido.
Chino, filipino, suizo, alemán, castizo, castellano, mandarín, tropical, alpino, floreado, sobrio.
Para sentarse y mirar desde lo alto, para huir de la Policía, para entrar en el dormitorio prohibido, para coger un nido, para esconder un tesoro, para sentirse solo, para estar más cerca de Dios, para salvar la vida durante la inundación, para el autismo, para el sonámbulo, para esconderse del padre degenerado, para que arañen las ramas del árbol, para que aterricen ovnis, para que se lea el S.O.S., para que los destruyan los bombardeos, para mojarse, para aguantar la veleta, para que haya techo, para plantarle cara al viento.

Tejados... qué poco reparamos en ellos.


viernes, 11 de julio de 2008

¿Cuántas páginas habremos escrito en la habitación de un hotel?

Ningún escritor que se precie ha dejado de hacerlo cada vez que ha pernoctado en un hotel. Sentado frente al espejo, porque siempre hay un espejo, y consigo mismo como testigo mudo (a veces no tanto) del acto de escribir, ha dejado la mente libre para que el espacio desconcido y, sin embargo, siempre reconocido, de la habitación aséptica le dicte palabra tras palabra.

E aquí un ejemplo, no sé si bueno o malo. Para muestra, un botón... dicen.

La habitación del hotel y otras divagaciones
Hojas de árbol (no sé cuál) retorcidas con elegancia en la pared. El mismo azul y ocre de todos los hoteles de cuatro estrellas. Las mismas lámparas doradas de diseño suficientemente correcto y tulipa de tela.
Siempre se oye circular el mismo coche, una y otra vez, en éste y en todos los países. La misma voz y el mismo gesto que llama al mismo taxi.
La televisión es igual y también lo son los cables que la alimentan y los programas que vomita. La ducha de la habitación de al lado salpica las gotas que salpica la mía y el ascensor sube y baja incansable reflejándose en un infinito de espejos.
Miro mis cosas repartidas por este espacio prestado reclamando una posesión destinada al olvido en un grito gestual que afirma mi presencia en el mundo, en este mundo y en todos los mundos.
Ahora, roto el silencio por el susurrar de la pluma, escucho mis pensamientos certeros y filosofías de la vida viajera. Acaricio mi barba y me miro a los ojos en el espejo. Me pregunto qué veo. Se me ocurren mil respuestas y no se me ocurre ninguna. En cambio, sigo dibujando hermosos trazos sobre una línea azul, pero los trazos ya estaban ahí y yo no escribo nada nuevo, sólo borro letras blancas.
Papeles, plumas, un periódico, la cartera y el mando a distancia de la televisión, interruptores mil veces conmutables en todas las paredes. Si encendiera todas las luces, sería de día aquí dentro. Prefiero sólo una luz cerca y otra allí, en el rincón, junto a la mesita donde dejé el libro por terminar, que me espera Remedios, la Bella, y no hay que hacer esperar a nadie, y menos, cien años.
Paro un instante, estiro mis huesos y mi espíritu, se ahoga medio bostezo y me coloco las gafas. Y he aquí que, en este preciso momento, quién lo hubiese pensado, me acuerdo de Eufemiano, el fabricante de ladrillos, que estaba obsesionado por el número de sus agujeros y la perfección de sus circunferencias. Sonrío.
No podía ser de otro modo. Cómo olvidar a alguien que encuentra círculos donde sólo hay rectas y que dibuja sus redondeces con los dedos y los repasa con el movimiento perseguidor de sus ojos entornados en un trazado calculador. Tanto se obsesionó y con tanta precisión trazó sus círculos que dejó de vender ladrillos. Vendió agujeros muy bellos rodeados de arcillas y otras solideces. Tanto, tanto se obsesionó que le martirizó una palabra sin más aviesas intenciones que las que seis letras pudiesen tener, ya sean escritas o pronunciadas. El caso es que la palabra en cuestión acabó atrozmente con su vida en medio de fiebres y desvaríos, de pesadillas y horribles amenazas. La palabra era “macizo”.
El espejo me devuelve con su particular generosidad la sonrisa que le ofrezco. Debe de haber sido cosa del papel pintado lo que me ha traído a la memoria el infortunio del, en ningún modo afamado, Eufemiano. O quizás, ha sido el metro y medio de nieve petrificada del otro lado de la ventana.
Ahora, no tengo nada de frío. La temperatura es óptima. Podría averiguarla sin mucha molestia a través del termostato blanco que veo en la pared de la derecha, junto al marco de la puerta y a medio metro de la cuadra dibujada que guarda un caballo dibujado y enmarcado en asépticos ángulos rectos de madera. De momento, no me molestaré. Tampoco es tanta la curiosidad. Quizá, más tarde, si antes no pasa al olvido.
Y escribiendo de olvidar. Al que no consigo enviar al olvido y cuya relación mental que me ha llevado a recordar desconozco, es a Sansegundo, de nombre Isaías, que de santo no tenía más que la coincidencia de un san y que tampoco era segundo, que bastante con que llegara, aunque fuera el último.
¿Cómo habré llegado a recordar a Isaías Sansegundo? Bueno, es lo mismo, como lo mismo es el papel pintado, el marco del espejo o el cartel de no molesten.
Isaías era peleón, vaya que sí. Sólo que equivocaba los golpes y no sabía fintar. Y, claro, se las llevaba todas. Se lavaba poco, eso también y las chicas no sólo le huían, sino que le demostraban abiertamente y sin disimulo alguno su aversión visceral.
Sansegundo optó por la práctica estrategia de la línea gorda y punto gordo utilizada en los exámenes de gráficas estadísticas para disimular los decimales traicioneros, de encerrarse en el dormitorio de otra Remedios, ya quisiera ella el apodo de la Bella, una noche de aquelarre lúdico exclusivamente femenino adolescente, después de colarse cual ladrón por un balcón descuidado y, una vez rociada la habitación y las asustadas muchachas con gasóleo, proceder a destruir y agotar todos los fósforos sin provocar, sin duda, por los nervios, ninguna chispa.
¡Caray con Sansegundo! Y que de haber podido, se habría frito con aquellas pobres inocentes que soñaban con varón.
La noche se adentra con lentitud. El coche de siempre va espaciando sus pasadas por el cruce y su hueco sonoro lo llenan ecos nocturnos. Agudizo el oído pero no escucho el ulular de ningún búho.
La carta del menú de habitaciones parece que quiere sugerirme algo. No, nada. No era más que mi imaginación. Un juego tonto.

Sofía (Bulgaria), enero de 2002.

domingo, 6 de julio de 2008

Una duda...


...difícil de resolver:


VI.

¿El espejo
guarda en su memoria
los reflejos?


Extraido de "Conversaciones con Octavio (Paz)", abril de 2003.


jueves, 3 de julio de 2008

El propósito

Es propósito de este blog que las obras que se esconden entre el polvo de lo olvidado recobren el gesto de arrugar los ojos al ver la luz. Me niego a que palabras escritas hace tanto tiempo perezcan repudiadas en un cruel olvido cuando en su día significaron tanto. Es por ello que en deuda con esas palabras, he decidido imprimirlas y lanzarlas al abismo de la red, perder de vista su caída por el vacío y esperar que con la fortuna de cara acaben siendo leídas por aquellos que las encuentren.

Intentaré no rectificar nada, salvo que el pudor me obligue a lo contrario. Empezaré por un pequeño relato, apenas media página, escrito a la edad de 17 años, es decir, hace 25. Quiero empezar por él porque a él le debo mucho. Creo que, a pesar de su edad, de sus evidentes faltas, ya mostraba algo de lo que después fue. En su honor va el ser el inicio:




EL ASESINO

Comenzaba a comprender y, aunque sus ojos podían delatarle, prefirió guardar silencio. La noche llegaba y con ella, la tormenta. El camino, apenas marcado, se escondía entre los árboles. La presencia del silencio aclaraba su memoria.
-¡El agua está contaminada! ¡No bebáis! ¡Está contaminada!
El poder y la gloria dejaron de formar parte de sus sueños. El éxito de los vencedores, la cólera de los más fuertes.
-¡El agua está contaminada!
Él pudo evitarlo. Era consciente de haber podido evitarlo. Lo que no entendía era cómo aguantó viéndoles beber, serio, con la mirada tensa y fija. Eran personas a las que quería.
Lentamente, fue introduciéndose en aquel agua, mirando su cuerpos, hermosos cuerpos de muerte. Los acariciaba tras el velo del psicópata, tras la bestialidad del asesino.
Comenzaba a comprender y, aunque sus ojos podían delatarle (en recónditos pensamientos), prefirió guardar silencio. La noche llegaba s su pensamiento y, con ella, la tormenta.
-¡El agua está contaminada!
No significaba nada para él. Han desaparecido las distancias. Le llevan los gritos y la agonía.
El camino de su vida, apenas marcado, se ha ensuciado de sangre sin derramar. Se escondía entre los árboles como un pasajero extraño, como un misterio, como un monstruo, como el desprecio.
-¡El agua está contaminada! – se grita en silencio el asesino, el criminal. Y ríe. Y llora. Y mal anda su sendero a lo oscuro de un ser humano derruido.




Bienvenidos

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