viernes, 22 de agosto de 2008

La cesta de conchas.


El siguiente relato apareció publicado en el libro Mujer, su mundo y vivencias, publicado por el Ayuntamiento de Navalmoral de la Mata en marzo de 2008, y en él se recopilaban relatos enviados al Certamen Día de la Mujer 2007. Se reproduce íntegro a continuación.



La cesta de conchas



¿Qué pasaría si dejase la puerta abierta mientras enciendo otro cigarrillo y se quedara así para que entrase y saliese todo, el cuerpo y el espíritu, el ruido y el silencio, el viento y mi aliento, mi vecino o yo misma acompañando al humo vacilante? ¿Qué pasaría si no pudiese cerrarla y el motivo fuese la falta de valor, este que impide que de un paso hacia delante, que separe la espalda de esta pared que me sostiene? No, cerrarla sería como morir en un portazo, como si después, al mirar la pulida superficie de la puerta, la mirilla se transformase en un insultante ventanal a lo rechazado por cobardía.
Inmóvil, con los brazos caídos y la mirada clavada en la puerta de enfrente, la del vecino vicioso que seguro intenta espiarme a través de su impertinente agujero, derramaría como gelatina mi lasitud. El pasillo vacío sería eterna potencia de visita, con su planta de plástico y el rumor del ascensor que pasaría de largo o se quedaría corto.
¿Qué pasaría si regresase?
-¡No lo hará! Y nadie me dirá nada. Como si la casa estuviese vacía, sin mi, sin mis tacones de aguja ni mis perfumes caros. Como si nadie viviese en el hueco que contiene mis rutinas y mis manías. Y mis extremidades se convertirán en sombras ajenas junto a los zapatos tumbados. La maleta se quedará sobre la cama. Cerrada. Como un cofre del tesoro. Como una cesta de conchas recogidas a la edad de siete años y olvidada a esa edad pero un día más tarde.
Acabo de regresar y ya me aplasta la sensación de no haberme marchado. Los recuerdos recién adquiridos no deben ser reales sino imágenes extraídas de las últimas revistas o de comentarios de otros que sí estuvieron allí. La maleta no prueba nada. Las fotos que contiene estoy segura de que al abrirla estarán veladas. Y no nos reflejarán porque él no quería salir en ellas. No podían quedar pruebas. Éramos furtivos, cazadores al acecho de una noche amparada en mentiras para gozar de la mentira.
Estoy sentada en la cama y antes de quererlo, me he tumbado sobre la colcha, extasiada con el techo y su lámpara ventilador, un brazo sobre la frente y una amarga bilis en la garganta. La oscuridad penetra lentamente en el apartamento, dando por acabado el día. No hay encendida ninguna luz, salvo cuando se enciende la de la escalera y algún vecino llega a su casa, alegre o contrariado, a encontrarse con los suyos o a sacar al perro. Tula se enrosca a mi lado y ronronea. No siente curiosidad por lo que haya más allá de nuestra habitación y ni siquiera se asoma al pasillo. Es una gata inteligente. Se basta a sí misma.
Cierro los ojos. Escucho el mar, un rítmico rumor que me llena de infancias. Veo una niña. Brilla su pelo rubio y las olas tranquilas mojan sus piececitos. recoge conchas y las mete en una cesta. Se agacha, toma otra, la limpia, la evalúa y, si está entera, a la cesta. Pero la niña tropieza y las conchas caen sobre un montón sucio de algas y basura donde ni el agua se atreve a mojar. Una ligera brisa con olor a sal mece sus cabellos y se recrea en los pliegues de su ropa y de sus labios. La niña mira las conchas desparramadas fijamente. Llora despacio, como las olas.
Me despierto. No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Tengo las mejillas húmedas. Irene está a mi lado. Me acaricia el pelo y me susurra cálidas palabras. Sus labios se mueven muy cerca de los míos y sus ojos en los míos penetran. Me pide perdón, no se por qué y descanso mi rostro en el colchón de su pecho. Ha cerrado la puerta. Ha dado de comer a Tula y ha cambiado las arenas.
Irene suspira cuando le siseo con mala intención que he soñado con Luis. Toma mis manos, besa mis dedos y leo en su mente que esperará. En cambio, yo no puedo esperar ni pensar. Estoy vacía, tanto que ni recuerdo el rostro de Luis, el perfil de su boca, la ternura de sus manos como alas. Siento que al morirse se ha llevado consigo mis recuerdos de él, la totalidad de su ser, lo que él vivió de sí mismo y lo que de él viví yo. Y, de pronto, todo queda en nada.
Irene me llama a diario y como mínimo un día sí y otro también viene a casa. Trae flores o revistas o invitaciones a estridentes locales de moda. Las flores se marchitan en jarrones de cristal. Las revistas duermen intactas en el revistero. Las invitaciones caducan. Llega, me abraza, me quita los paquetes de tabaco, los guarda en su bolso y se los lleva. Me da igual. Compro tabaco sólo para que ella me los quite y pague así su cuota de compasión. Después, me siento culpable.
Irene me ama, pero yo arrasto mi vacío en zapatos negros de tacón alto, araño con toda intención el parqué brillante. He debido volverme odiosa con tanto silencio y frialdad, tanto que Irene ya no viene. Ha dejado de llamar. Su última llamada está grabada en el contestador y me avisa con su luz roja intermitente. Lloro de nuevo. Lloro de pena.
Así, odiosa, los días caen, maduros, y se estrellan y revientan contra el duro suelo, inservibles. No hay nada aprovechable en ellos y tampoco me preocupa. Simplemente, les dejo madurar y caer, odiosa. Preparo café cada mañana, bebo dos tazas, una nada más levantarme; otra, después de comer. El resto lo tiro. Al día siguiente hago más café. Esa es la metáfora de mis días. Acabo sentada a los pies de la cama y miro hacia la puerta. ¿Qué pasaría si la dejase abierta y Luis regresase, aunque fuese convertido en un fantasma?

miércoles, 20 de agosto de 2008

Día de dolor

Mi alma está con todos aquellos que hoy tan trágicamente nos han dejado y con aquellos otros que no les podrán abrazar esta noche. Su dolor es mi dolor.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Versos dialogados o diálogo versado

Es el primer poema de la obra Diálogos del camino, un recorrido amable entre el Maestro y su joven alumno, escrito en el año 2002.

¿De qué está hecho el silencio?

¿Estás cansado, Maestro?
¿Por qué calláis?
¡Estás llorando!
Callo, pues me ganó el silencio,
lloro, pues me ha derrotado.
¿Qué puedo hacer, Maestro
para consolaros?
Nada, mi joven aprendiz,
que al silencio ningún poeta gana
si se le acabaron las palabras.
¿Dónde he de ir a buscarlas?
¡Las traeré a miles! ¡A bandadas!
El Maestro sonríe
acortando el camino de una lágrima.
No sufras, mi muchacho pequeño,
que aunque el silencio es cruel,
guarda en sus mismas entrañas
todas las semillas del verso.
Entonces, ¿habremos de esperar?
Esperar es lo que haremos.
Maestro, y si la voz ha de tornar,
¿por qué lloras?
Lloro porque soy viejo
y tengo mucho menos tiempo
del que está hecho el silencio.

lunes, 11 de agosto de 2008

Microrrelato premiado

El siguiente microrrelato fue seleccionado para la antología ¡Cuánto cuento!, publicado por la Editorial Acumán en diciembre de 2005. Está inspirado en una fotografía del Maestro Henri Cartier-Bresson, del libro Las imágenes y las palabras, ya mencionado en anteriores entradas de este blog.

El título que yo le dí a la foto fue Bol de arroz y si se hojea el libro sobre el fotógrafo se da fácilmente con la imagen (no se reproduce respetando los derechos de autor, como debe ser).

Bol de arroz

Nepal, hoy mismo.
-¡Viejo! ¿Qué sacrificarías a cambio de mi bol de arroz humeante?
El anciano parecía no escuchar al joven soldado. Sentado, una mano sobre otra, los ojos reflejados en las cumbres del Himalaya.
-¡Eh, viejo! ¿Qué sacrificarías? ¡Di!
-Todo lo que poseo es todo lo que ves.
-Pues creo que hoy te quedas sin comer.
Los otros soldados rieron la gracia a carcajadas.
-No he dicho que no pueda entregar nada – replicó el anciano.
-¿Y qué puedes ofrecer tú? Ese trapo pulgoso que llevas puesto ni lo arrimes a mi nariz. No veo nada más, salvo esas sucias sandalias.
-Aún así, a pesar de mi pobreza, hay algo que tengo en grandes cantidades y que cambiaría contigo por tu bol de arroz.
El soldado entrecierra los ojos, desconcertado y, al mismo tiempo, curioso por culpa de la ambición. Quizá, el viejo esconda algo valioso y él ha sido más rápido y listo que sus compañeros.
-¿Algo que me darías a cambio de mi bol de arroz?
-Aunque el arroz estuviese frío.
-Acepto. ¿Qué me das a cambio de mi ración diaria?
-¡Mi hambre!

sábado, 9 de agosto de 2008

Barcas varadas (I)

Un pequeño puerto pesquero. Amanecer. Olor profundo a mar. Se escuchan leves chapoteos de las olas contra los cascos de las barcas. Sobrevuelan algunas gaviotas. Un viejo marinero está sentado en un banco. Mira de frente, al horizonte. Se ha liado un cigarrillo. Lo chupa, aún apagado. Hace un gesto buscando una caja de cerillas en algún bolsillo. La mano palpa la pechera, después la pernera derecha. Se detiene. con la mano aún sobre la tela, olvida las cerillas. La pernera está perfectamente doblada, cosida en imperdibles a la altura de medio muslo. No ha dejado de mirar al frente mientras lo hacía. Chilla una gaviota. Cloquea el motor diesel de un barquito pesquero. Sale del puerto con lentitud. Un marinero saluda brevemente desde la cabina del barco. El marinero sentado en el banco del puerto corresponde con la mano izquierda. Su brazo queda en alto, tiembla levemente, hasta que el barquito desaparece por la bocana. Chilla otra gaviota. El viejo sigue mirando al frente. Aprovecha antes de que parta otro y pueda verle y llora.

martes, 5 de agosto de 2008

¿Quién escribe sobre quién?

No hay escritor que se resista. Te asalta la duda, haces un juego de palabras y la pregunta se convierte en ficción... ¿O es realidad?

El escritor

El escritor quedó callado mirándose las manos. Las cortinas se mecían levemente con el aire limpio. El folio impertinente continuaba en blanco. Él deseaba escribir, se le ocurrían millones de palabras, aunque sueltas, extraviadas sin historia. Deseaba escribir sobre ella, sobre esa hermosa mujer que siempre deseó amar, pero la pluma continuaba encapuchada.
No acertaba a reconocer que la amaba aunque su corazón no le perteneciera y jamás le hubiese dirigido la palabra, ni mirado siquiera.
Cómo podría hacerlo si no existía, si era un producto imperfecto de su imaginación, un personaje por crear que aún no se había vestido de tinta. Una mujer sin rostro definido, de rasgos mal ideados en el aire de la inexistencia, con cabellos que ondeaban al viento de la imagen difusa.
El escritor se sentía solo, impotente. Quería escribirla, inventarla para que reconfortara su soledad, le acunara con infinita ternura y le llenara de valor para llegar a ser lo que osara ser. Por tener alguien a quien amar, aunque fuera un personaje de ficción al que otorgar un corazón generoso hacia su creador y entregarse a él si esa era su voluntad, que lo era. Su imaginación creadora sería la autoridad, el poder, el dueño de sus femeninos actos, todos aquellos que siempre anheló sentir en su piel de hombre. Al menos, aunque sólo fuera un fantasma creado, alguien le amaría con entrega, sin condiciones.
Y cuando por fin se decidió a darle forma de palabra a su espíritu creado, a sus caderas y al color de sus ojos, a la ropa inconfesable, atajó con resolución el folio en blanco, situó el plumín dorado sobre él y se quedó allí petrificado.
El borrón de tinta crecía absorbido por la hoja virgen. La mirada fija y perdida en el brillante papel. La mano quieta. La mente muerta.
¡No podía! ¡No podía! Gritó su impotencia.
Salió de su estupor arrojando con rabia la hoja en una pelota lejos, sin destino decidido.
El escritor se derrumbó sobre la mesa sollozando. Jamás lo conseguiría. ¿Por qué se le negaban las palabras y sus actos, las conversaciones y los escenarios, los sentimientos? ¿Por qué era tan difícil crear?
Quizás, porque el escritor no sabía era que esa mujer inexistente nunca podría llegar a existir porque ni él mismo era real, sino un personaje más de un escritor que no se encontraba inspirado y que escribiendo por escribir, escribió sobre un escritor que no podía escribir sobre un amor imposible, incapaz de describir una mujer bella y sensual, de piel suave y voz dulce, de ojos hermosos y largos cabellos negros que le habría de amar.
Quizás porque todo se reducía a escritores, personajes, plumas, tintas y hojas blancas, a palabras, voces y gritos desesperados de seres que deseaban existir y no podían mientras la inspiración no llegase, mientras la creatividad se escondiera tras impotencias tontas y estériles disciplinas.
Se ignoraba quién decidiría quién habría de existir y quién no; quién se convertiría en protagonista y quién en autor; quién sobreviviría a la lectura siendo lector o quién sería aplastado entre otras hojas leídas.
Es por eso que el escritor del personaje escritor, dejando sin dejar de escribir, escribió que el escritor por un momento intuyó conmovido, resignándose, que iba a aceptar que su existencia podría arrugarse en cualquier momento en una pelota de papel y su efímero ser terminaría en una papelera llena de existencias que nunca existieron, de personajes que no alcanzaron a protagonizar más que una idea leve en una trama inconexa de una historia no intuida.
Y fue tal la incógnita, que sin parar de escribir, ya nadie sabe quién es el escritor y quién el personaje. Ni siquiera tú, cuando me leas sabrás quién eres, lector o ficción, palabra escrita o ente material, porque ¿quién sabe quién es el que escribe, quién es el que lee y quién es el leído?

domingo, 3 de agosto de 2008

Otros versos

Unos versos extraídos del libro Poemas de agua, escritos entre San Pedro del Pinatar (Murcia) y Madrid, en el verano de 2003.

LA FUENTE TRISTE

El patio de la fuente
enmudecida por la lluvia
caliente
me decía:
¡Schss! ¡Calla!
No la despiertes,
no resistiría
no ser tan fuerte
como la lluvia de este día.
Y yo callé
y mis pasos a su lado
volé
por no ser malvado
y una vez cruzado
susurré
al patio:
¡Schss! ¡Calla!
Que me hago cargo.
Volveré mañana.

sábado, 2 de agosto de 2008

Las imágenes y las palabras

Un ejercicio interesante para cualquier escritor es el desafío que supone observar una imagen de la que no se sabe nada y, a partir de ella, llegar lo más lejos posible literariamente hablando. ¿Qué sale en la foto? ¿Qué me dice? ¿Quiénes son los que en ella aparecen? ¿Qué les ha sucedido? ¿Qué les pasará? Para ello, nada mejor que utilizar al gran maestro, al señor Henri Cartier-Bresson, cuya mirada convertida en lente fotográfica y su mente transformada en película de revelado no enseña que vemos mucho más de lo que creemos que vemos y que el tiempo es tan relativo que podemos congelarlo para que nos cuente historias apasionantes.
Volveré sobre este ejercicio, un juego realmente, utilizando el libro Des images et des mots, con fotos suyas que recorren lo mejor de su carrera, publicado por Delpire en 2003.

La foto la podéis ver en el siguiente vínculo: www.kaush.com/archives/2004_08.html ya que no está bien publicar las fotos de otros sin su permiso. El título hay que ponérselo, aunque la foto ya lo tenga. Recordad, sólo es un juego.

Mi título es: Llueve en la vieja estación de tren

No ha dejado de llover en varios días. Edmundo corre sobre los charcos como si corriendo fuese a mojarse menos. Su reflejo en el agua está empapado y las perneras y los zapatos están sucios de grasas y barros. Si sus zancadas fuesen amplias, quizá tendría algún sentido su carrera, pero no, son cortas, igual que si caminara. Si caminara, salpicaría menos.
Claro, no es cosa de adultos tomárselo con calma mientras se cruzan charcos insalvables y Edmundo no es un niño. Tampoco es un anciano, pero está más cerca de morir que de su nacimiento. Y la mayor parte de su tiempo la ha pasado en la vieja estación de tren y en sus inmediaciones, de camino a ella o de ella alejándose.
La vieja estación de tren ya no se usa como estación de tren. Eso explica la gran cantidad de escombros, hierros retorcidos y escoria diversa diseminados por toda su superficie, que los tejados sean simulacros de tejados y que su reloj haya muerto a las diez y veintisiete horas de un antiguo día. De ahí que resulte incomprensible que Edmundo acuda todos los días y dé nerviosos paseos a lo largo del andén número dos, mientras mira una y otra vez al reloj y al horizonte donde las vías se tocan. Es evidente que espera la llegada de un tren, llegada que no se producirá. Lo extraño es que nadie se lo haya dicho o que él mismo no se haya dado cuenta de que esa estación no está ya para recibir más trenes.
Allí sólo duermen vagabundos y palomas. Es un lugar emocionante para los mocosos y un buen escondite para lagartijas y obscenidades grabadas con navajas en las paredes. Si acaso hubiesen abandonado alguna locomotora, negra, recia, señorona, como una gigantesca cucaracha fosilizada, pero no, ni siquiera un vagón de mercancías ideal para polizontes, fugitivos o aventureros sin dinero, da muestra de lo que rodaba sobre sus raíles.
Edmundo acude todos los días, aunque llueva, como hoy, a esperar el tren. Pero el tren no llega y si no llega el tren, no vendrán sus pasajeros. No habrá maletas que ayudar a descargar, que por eso no hay mozos con carritos y gorra. Ni familiares impacientes para dar abrazos, besos y recuerdos.
No falla. Andén arriba y abajo. Miradas al reloj, al horizonte. Alerta el oído a los altavoces. Nada. Sigue esperando. Pero nadie viene. Y no se concibe la vieja estación de tren sin Edmundo. Son muchos años ya. Y uno se pregunta cuánto tiempo es capaz de esperar alguien a otro alguien. ¿Toda una vida o sólo un momento? En realidad, depende de la noción del tiempo y ésta, claro, es muy personal.
Para Edmundo es muy posible que sea hoy cuando llegue su tren y si es hoy siempre hace ilusión porque hoy es hoy, hoy mismo. Da igual lo que se haya esperado antes porque hoy ya ha llegado, no hay que esperar más. Todos los días son hoy para Edmundo. Por eso viene todos los días. Y son muchos años los que lleva viniendo. Tantos que la vieja estación ha dejado de ser una estación de tren para ser una vieja estación de tren sin trenes.
Edmundo salta sobre los charcos. Su reflejo y sus pantalones siguen empapados. Pasea por el andén número dos y mira el reloj. Son las diez y veintisiete minutos. Espera el tren que vendrá hoy y el tren viene siempre hoy. Y hoy llueve, no ha dejado de llover en varios días.