miércoles, 24 de septiembre de 2008

Un zapato en la cuneta

Cuántas veces no nos habremos preguntado qué hace un único zapato tirado en cualquier cuneta en la que no hay ningún signo de accidente de tráfico. ¿Cómo llegó ese zapato allí? ¿A quién pertenecía? ¿Siguió andando con un solo pie calzado?

Auténtica metáfora de la vida de algunos seres, esa imagen, la de un zapato en la cuneta, me sugirió el siguiente relato.

Un zapato en la cuneta

Tocó las cuerdas de su vieja guitarra. Su compañera reconoció al instante la caricia añeja y gastada, de costumbre. Aquella noche, especialmente oscura, fría y triste, sintió su guitarra agotada. Apoyó la barbilla entrecana contra la madera y suspiró, a su vez, su propio cansancio. Dio una larga calada al cigarrillo y lo apuró.
“¡Que deje de fumar! Ya sabes que no puedo. Ah, que al menos fume cigarrillos preparados para ser fumados, que me tiemblan las manos al liarme los míos. Quizá tengas razón, pero, tú sabes, me ayuda a pensar. Y a no pensar. No arde igual un pitillo liado por uno mismo, no es tan artificial, tan falso. Me sugiere un puente de piedra sobre un riachuelo y el rumor del agua entre las piedras mientras reposo contra un árbol. ¡Jilipolleces!
“Antes, me ayudaba a componer, ¿recuerdas? Mi mejor canción la compuse liando un cigarrillo. Tan hermosa letra, que curioso, la extraje de aquel hilo de saliva y el roce de mis dedos sobre el finísimo papel. Fue algo erótico si me apuras.
“Tú aún ibas cargada con todos los ecos de mi ilusión y mis dedos eran ágiles, pequeñas culebras que hurgaban en tus tensos tejidos. ¿Te gustaba, eh? Qué picarona eras y cuántos celos sentías de las mujeres que conquisté. Ya sé que no me crees pero a ti te he dedicado mis mejores caricias.
“No, ella no cuenta. Ella es diferente, es especial como sólo puede serlo un día cualquiera, el amanecer más esperado o el rumor de la lluvia sobre un tejado. Me refiero a las otras, a todas esas a las que he dedicado canciones. Sí, no paras de repetírmelo, a ti no te he dedicado ninguna. Será porque tú sigues fiel a mi lado. Bien mirado, sólo compuse para las mujeres que me dejaron. Menos para ella, para ella no. Sería como certificar su marcha y mi hija no me ha abandonado, sigue conmigo aunque no esté aquí.”
Perdió la mirada en la bolsa de tabaco, junto al sobre del papel y a una caja de fósforos abierta. Sólo quedaba uno, apenas con cabeza roja.
“Esa cerilla es todo un reto, guitarra, en algún momento, por mucho que desee retrasarlo, habré de intentar encenderla. Sólo habrá un intento. Se necesitará decisión y un pulso firme. Sí, no te empeñes en machacar el tema, sé que todas me han dejado. Gracias por recrearte en mis llagas.”
Ismael se levantó, se acercó a la ventana y apartó el sucio visillo.
“Se corre el telón y puedo veros en vuestras vidas anónimas. Sois gentes presurosas arrastrando vuestras prisas; gentes quietas aplastadas bajo vuestras quietudes. Tenéis todos una canción. Vosotros mismos sois el compositor, pero no queréis escucharla.”
Murmuró una melodía rota con su roto murmullo. Era su canción. Sonó como un lamento sin tristezas, sin oboes, sin tragedias.
La odiosa costumbre se impuso con el cotidiano chocar de los platos y los cubiertos sobre la mesa en un calentamiento previo al concierto. La histriónica sintonía del noticiario colaboraba como adecuado fondo musical. El visillo reposó en su habitual caída. Todo es siempre tan igual. Ismael continuó mirando hacia la calle a través del tejido.
“Aunque se desenfoque mi mirada, seguís ahí, perdidos, sin dejar de caminar. Pobres diablos.”
Guardó la guitarra en una funda tan viaja como el instrumento, pero aún más castigada, raída y sabia, de color verde olvidado, llena de cicatrices de miles de años, heridas curadas en los caminos.
“Y en las posadas”, dijo Ismael en voz alta sin saber por qué. “A ti tampoco te compuse nada. ¿Quién le compone una canción a la funda de su guitarra? Yo no, no estoy lo suficientemente cuerdo. Gracias por ese y tú que lo digas que os salió a coro. ¿Qué os hubierais conformado con una estrofa? Eso no es serio. A vuestra edad no vais a recriminarme ya nada. Somos los tres muy viejos. Y muy perros. Ahora, dejadme un rato, que tengo hambre y ese cocido huele de maravilla.”
*******
“Cada esquina tiene también su propia canción. Y el bordillo de la acera. Hay infinitas canciones.” Ismael apoyó la espalda en la pared y una mano en la enfundada guitarra. Dio una calada, esperó a que el humo incendiara sus entrañas y trató de expulsar con él todos sus demonios. No lo consiguió.
“Nunca le dais a nadie la espalda. No tenéis tiempo suficiente para hacerlo. Pero tampoco miráis de frente. Desfiláis como soldados derrotados, como desertores, avergonzados y desconfiados, diría, respectivamente. ¿De qué color son vuestros ojos? ¿Qué teméis? ¿Qué escondéis?”
Extrajo la guitarra. Pasó la cinta por su cabeza con cuidado de no castrar el cigarrillo en la boca torcida y alfombró su escenario con la funda.
“Lo que daría por unas candilejas y el impertinente acoplamiento de un micrófono. Sí, el público también. Está ahí, sólo que no lo habéis visto, hay demasiado humo.”
Alguien, un transeúnte, un individuo, un anónimo, un cogote que se alejaba, arrojó una moneda sobre la funda. Ismael miró el trozo de metal que brillaba con insolencia. La eternidad y el resto del universo se detuvieron en la moneda que no terminaba de quedarse quieta, cruel Salomé que danzaba a sabiendas del dolor que inflingía.
De pronto, a Ismael le pesaron las piernas, su guitarra, todos y cada uno de sus pasados, los pecados que no se atrevió a cometer y las penitencias que se negó a cumplir. Le pesó el cielo sobre su cabeza y le pesó su barba descuidada de canas y grises. ¿Qué demonios o ángeles apretaban su corazón con las tenazas? Sintió su alma rota. Allí, en aquella esquina tan normal, el viejo cantautor ahogó sus ojos en aguas que se desbordaron por las mejillas. Ni la guitarra ni la funda de la guitarra supieron qué decir.
******
¡Tócala otra vez! ¡Tócala! ¡Cariño, estoy agotado! ¡Sólo el estribillo! ¡Venga, por favor! Le hacía pucheros la niña de ojos azules.
Y Laura perdonó los algodones del cielo,
cambió del paraíso su sabor a fresa
para dar cobijo a un pájaro viejo.
Cantó la dulce melodía mientras la niña le miraba con sus grandes ojos y él entraba por ellos en un mundo de fantasía y salía de él por la sonrisa más enorme del planeta.
*****
Ismael lloró como el niño más desdichado, de cuclillas junto a la insultante limosna. Nadie miraba. Nadie veía nada. Nada.
Caminó cabizbajo, sin rumbo. Sus reflejos en los escaparates eran penosos y de escaparate en escaparate, cada vez peor. “¡Ya verás en el siguiente!”
Pensó en componer una canción sobre el suicidio. “Es una canción fácil, ¿no os parece? Entiendo que guardes silencio. Sentís compasión. Hace falta valor para componer buenas canciones. Una vez lo hice, ¿no es verdad? “Humo”, de Ismael Cepeda, vaya que sí. Ahora descansará en un cuartucho junto a un tocadiscos desvencijado, detrás del mueble, sosteniendo el podrido contra chapado para que no se hunda. Bueno sí, también puede estar en una tienda de segunda mano. Sería que alguien lo cambió por un bocadillo. ¿Qué más da si es de mortadela o de tortilla?”
La mano en el bolsillo de la gabardina certificó que no había cigarrillos, aunque podría dar fuego si alguien se lo pidiera, pero sólo una vez, y, a lo peor, ni eso.
*****
Contempló el techo desde su cama. Las manchas de humedad eran playas caribeñas. O planetas deformes que no pueden orbitar como está mandado y serán presas fáciles de las supernovas o de los agujeros negros. No, sólo era un sucio techo, como sucia era la vieja tos del viejo roto que traspasaba la pared desde el cuarto de al lado.
“Ahora, las toses se multiplicarán. Tos por tos, igual a ahogo. Ahora se oirá el grifo abrirse. Un vaso de agua. Eso un poco más. Un trago. Otro. Muy bien, ahora el vaso a la mesilla para luego meter los dientes. Perfecto.
“¿Cuál de mis rituales imaginará el vecino? ¡Guitarra! ¡No seas ordinaria!
“La noche se marchó despacio, como todas las noches. Laurita fue el único tic-tac en mi reloj sin minutero. Se cansó de que su tiempo no marcara las horas, ni los cuartos, ni las medias. Laurita, mi niña, se marchó sin comprender mis fracasos.”
El Fracaso, con mayúscula, ayuda a un hombre a encontrarse consigo mismo. Laurita le dejó con sus fracasos con minúsculas y una búsqueda egoísta y cobarde de sí mismo.
“Por eso mi fracaso se escribe con mayúscula, porque fue total.”
El estómago de Ismael compuso la canción del hambre. Se levantó, peinó hacia atrás su pelo cano, hacia abajo su barba cana y hacia adentro sus retortijones. Salió de la habitación y dejó sobre su plato vacío la limosna de la esquina, que sonó como una batalla perdida sin derecho a armisticio, una miseria recogida de la tierra con sus propias manos. La mujer que servía la sopa ni siquiera le miró. Sólo la vieja de la silla de ruedas le vio salir mientras masticaba con chasquidos su caldo.
“Sí, Laurita se marchó. Quería volar y ver mundo y soñar otros sueños, los suyos, que los míos ya estaban soñados. Sólo era una criatura, dices bien. ¡Qué ojos tenía la condenada! ¿La hice bien, eh? Algún desgraciado la estará babeando ahora. Sí, yo también espero que nadie le cante su canción. No creo ni que la conozcan. Sabía que estarías de acuerdo conmigo.
“¿Qué tal si cantamos algo antes de que alguien nos eche un euro? Muy bien, ¿por cuál empezamos? No, esa no, que es muy alegre y está lloviendo. Esa, esa está mejor.”

martes, 16 de septiembre de 2008

Místico

Místico es el el título de un poema con el que gané mi primer certamen literario, en este caso el Primer Certamen de Poesía Nuestra Señora de la Almudena, en Valladolid, mientras hacía el servicio militar. Me regalaron un juego de pluma y bolígrafo que, por desgracia, no conservo.

Místico

Es largo el camino a casa
al atravesar la noche con su frío clavado en la sangre.
Dejado es atrás un pedazo de mí
con cada palabra,
con cada sonrisa regalada sin costumbre,
con cada silencio.
Un pedazo de tristeza,
una lágrima de dolor,
un corazón lleno de almas.
Son los nombres pronunciados
y las manos las que acarician,
el viento el que susurra
el agua serena que alimenta mis venas,
los que agarran mi Ser
apretándolo con la furia de los cuerpos amados.
Es largo el camino a casa
escapándoseme el cielo amable por entre los dedos,
aferrándome la dignidad entre los ojos
y la caridad en el pecho.
Es largo el camino
que sigue la senda de luz
de la persona única en sí
con los labios curtidos
y la piel labrada en la sombra siempre,
escondido,
oculto en un daño místico, idolatrado...
abierta como está la ventana que habla,
que dice que tu falda vuela
mientras das vueltas con tu sonrisa
y ríos de sueños te abrazan, ebrios de dicha.
Es largo, muy largo
y el mar demasiado bravo para mis brazos.
El león está cansado.
Es largo el camino que me devuelve
al fuego de la mente,
a la tormenta bestial de la consciencia.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Insensato


El siguiente artículo fue publicado en la página http://www.divague.com/ hace algunos años.

Insensato

No habría afán suicida en el empeño, sólo exploratorio. Pero, ¿cómo resultaría lanzarse desde la ventanilla de este avión, manteniéndome recto como un estilete para acabar hiriendo la superficie del océano, penetrando en la herida hasta la más íntima profundidad, hasta que el impulso de miles de metros de caída y la densidad del agua salada detuvieran la invasión? La piel, el cabello y las ropas se descompondrían por el vertiginoso caer y las plantas de los pies contra el vacío invitarían al vértigo de la altura y la velocidad. Atravesaría quizá el algodón puro vapor de alguna nube emboscada. Y me zambulliría consciente de que podía haber perdido el control, de que podía haber muerto al chocar con el agua dura como el acero, deshaciéndome en mil pedazos. Los peces curiosos se acercarían a conocer al invasor; los peces asustadizos huirían sorprendidos al unísono y en zigzag al conocerle. Burbujas saldrían de mi nariz y mis carrillos se inflarían, mientras me preguntara si tendría aire suficiente para alcanzar la superficie salvadora. Mis piernas aletearían frenéticas. Mis manos ayudarían hasta el límite. Mis ojos dañados por la sal no los cerraría, pues prestos habrían de estar a percibir la llegada del depredador hambriento. Quizá, me agobiarían la angustia y el miedo ante el ataque inminente y fulminante del agresor no avistado. En el temor perdería la concentración y se dificultaría mi ascenso. Es posible que el cazador carnívoro me despedazara en aquel medio anestésico y no apreciaría la falta del miembro cercenado hasta que, alarmado por la pérdida de empuje y efectividad de avance, llevara la mano incógnita hacia la pierna que fallaba para apreciar su ausencia. Vendrían entonces la sangre y el pánico. Sería pasto de los peces. Pero tal no ocurriría y rompería la línea superior del océano de abajo arriba agarrando el aire puro a dentelladas, famélicos los pulmones. Me emborracharía de rico respirar y, ya sosegado, con la actividad precisa para mantenerme a flote, miraría a mi alrededor percatándome de la enorme soledad que sin duda me iba a aplastar, dudoso del rumbo a tomar, deprimido por la inmensidad, seguro ahora de la futilidad de mi esfuerzo, de lo inútil de mi empresa, de lo estúpido de mi acción insensata. El azar podría enviar una embarcación salvadora cuyo rumbo se cruzara con mi espera, pero lo creía poco probable. Aún así, el espíritu del ser humano es loable y me impulsaría a resistir avanzando sin brújula, empleando algo de lógica según la posición del sol para decidir la dirección. ¿Cuánto aguantaría el cuerpo no preparado? ¿Cuántas brazadas podría dar? ¡Qué absurdo acometer! El empeño duraría horas, no sabría cuantas. El avance se me antojaría escaso, nimia la moral y deficiente la energía. Moriría desfallecido, agotado, ahogado. El lastre dentro de unos instantes me llevaría lentamente hacia el fondo, con los ojos abiertos contemplando en décimas de vida los tesoros del mar. Me mecerían las corrientes caprichosas hasta posarme levantando una fina capa de polvo junto a los cuerpos de otros exploradores curiosos que me recibirían con el testimonio silencioso de los equivocados. Pero, antes de abandonar la resistencia, flotando apenas, cerca de perder la conciencia, a punto de rendirse el espíritu derrotado, habiendo pedido perdón a Dios en un confuso pensar, extrañando a los seres queridos en una unidireccional despedida, vería volar alto, muy alto, un avión. ¡Qué cerca y qué lejos! Una distancia anecdótica para ellos y mortal para mí nos separaría. Mi mirada, casi cegada por el sol y la sal, apenas acertaría a distinguir aquel puntito que desde el aparato descendía impertinente, decidido, gallardo y elegante. Sería una persona en quien reconocería un afán de curiosidad que comprendía muy bien por haberlo compartido, pero sólo podría, en un postrer y último acto de vida, pensar: pero, ¿qué haces, insensato?

viernes, 5 de septiembre de 2008

El exilio imaginado

Edición Personal, en su crítica de la obra El exilio imaginado decía ayer:

El exilio imaginado, por Juan Enrique Soto Castro

Algunos escritores cuentan en sus entrevistas que cuando escriben se pueden desdoblar y crear un mundo paralelo entre la realidad y la literatura. En el caso de esta obra, el autor compara el hecho de escribir con la situación de exilio en que pudiese estar un individuo.
Con sus poemas transmite la sensación única de estar en otro lugar, aun cuando pueda seguir en la habitación de su casa. El exilio imaginado es la narración de versos libres, cargados de sentimientos reprimidos que hacen explosión a través de las palabras.
En esta primera parte de la obra prevalece un estilo literario que evita el uso de las comas y signos de puntuación, sin que los versos pierdan el sentido y el ritmo.
Soto Castro también se nutre de la naturaleza para construir versos libres que describan en detalle cada aspecto del ecosistema. Y deja un espacio sin lugar a dudas, a los sentimientos del individuo, como por ejemplo imaginarse la eternidad o describir a través de la poesía las hazañas de los míticos autores como Machado o García Lorca.
Es una obra que generaría interés en el público lector, por la sencillez de los versos pero a la vez, lo profundo de su significado, imponiendo un estilo claro y nutrido, siempre con una connotación social.

La obra comienza así:

ILUSIÓN DE EXTERIOR
CUBIERTA DE NAVÍO
NOCHE

Un hombre con jersey negro de cuello alto, barba cana y cano pelo, mira hacia el horizonte con ojos llorosos. A sus pies hay una maleta golpeada, mal remendada con hilos de piel. Frente a él cree ver el mar, pero el mar es sólo ilusión, un deseo, es mentira. En realidad, escribe versos sentado en su tranquilo despacho de escritor de su plácido hogar. Él cree, casi es delirio, navegar con destino al exilio acodado en la proa de un desvencijado y apresurado navío que zarpó al amparo de la noche para huir de los fusileros a traición del otro bando. De ahí su triste mirada. De ahí, y también de la posibilidad de que se engañe a sí mismo; está convencido de que ese, el exilio, es el único modo, la única excusa, la obligada condición para ser poeta. Y escribe, por tanto.
Soy exiliado en mi propia tierra
En mi propia casa en mi propia piel
Creo que apenas se entiende
Si además no hay fronteras no hay aduanas
En esta habitación
Sólo paredes ventanas puerta
No hay ni una marca de tiza en el suelo
Ni alambradas de espino
Ha sido necesario inventarme un rey impostor
Con su nefasta voluntad
Su traición y felonía
Que concibiese mi destierro
Por inconfesables motivos
A pesar de padecer mil torturas
Y me penó a malvivir
En mi piel otro país otra tierra
En la balsa de mi memoria frágil
Y en vergüenza de una cobardía
Para enfrentarme al acto de aquí ser yo
En este sueño inapropiado impropio
Absurdo e incomprensible
En el que nocturno navego