Ningún escritor que se precie ha dejado de hacerlo cada vez que ha pernoctado en un hotel. Sentado frente al espejo, porque siempre hay un espejo, y consigo mismo como testigo mudo (a veces no tanto) del acto de escribir, ha dejado la mente libre para que el espacio desconcido y, sin embargo, siempre reconocido, de la habitación aséptica le dicte palabra tras palabra.
E aquí un ejemplo, no sé si bueno o malo. Para muestra, un botón... dicen.
La habitación del hotel y otras divagaciones
Hojas de árbol (no sé cuál) retorcidas con elegancia en la pared. El mismo azul y ocre de todos los hoteles de cuatro estrellas. Las mismas lámparas doradas de diseño suficientemente correcto y tulipa de tela.
Siempre se oye circular el mismo coche, una y otra vez, en éste y en todos los países. La misma voz y el mismo gesto que llama al mismo taxi.
La televisión es igual y también lo son los cables que la alimentan y los programas que vomita. La ducha de la habitación de al lado salpica las gotas que salpica la mía y el ascensor sube y baja incansable reflejándose en un infinito de espejos.
Miro mis cosas repartidas por este espacio prestado reclamando una posesión destinada al olvido en un grito gestual que afirma mi presencia en el mundo, en este mundo y en todos los mundos.
Ahora, roto el silencio por el susurrar de la pluma, escucho mis pensamientos certeros y filosofías de la vida viajera. Acaricio mi barba y me miro a los ojos en el espejo. Me pregunto qué veo. Se me ocurren mil respuestas y no se me ocurre ninguna. En cambio, sigo dibujando hermosos trazos sobre una línea azul, pero los trazos ya estaban ahí y yo no escribo nada nuevo, sólo borro letras blancas.
Papeles, plumas, un periódico, la cartera y el mando a distancia de la televisión, interruptores mil veces conmutables en todas las paredes. Si encendiera todas las luces, sería de día aquí dentro. Prefiero sólo una luz cerca y otra allí, en el rincón, junto a la mesita donde dejé el libro por terminar, que me espera Remedios, la Bella, y no hay que hacer esperar a nadie, y menos, cien años.
Paro un instante, estiro mis huesos y mi espíritu, se ahoga medio bostezo y me coloco las gafas. Y he aquí que, en este preciso momento, quién lo hubiese pensado, me acuerdo de Eufemiano, el fabricante de ladrillos, que estaba obsesionado por el número de sus agujeros y la perfección de sus circunferencias. Sonrío.
No podía ser de otro modo. Cómo olvidar a alguien que encuentra círculos donde sólo hay rectas y que dibuja sus redondeces con los dedos y los repasa con el movimiento perseguidor de sus ojos entornados en un trazado calculador. Tanto se obsesionó y con tanta precisión trazó sus círculos que dejó de vender ladrillos. Vendió agujeros muy bellos rodeados de arcillas y otras solideces. Tanto, tanto se obsesionó que le martirizó una palabra sin más aviesas intenciones que las que seis letras pudiesen tener, ya sean escritas o pronunciadas. El caso es que la palabra en cuestión acabó atrozmente con su vida en medio de fiebres y desvaríos, de pesadillas y horribles amenazas. La palabra era “macizo”.
El espejo me devuelve con su particular generosidad la sonrisa que le ofrezco. Debe de haber sido cosa del papel pintado lo que me ha traído a la memoria el infortunio del, en ningún modo afamado, Eufemiano. O quizás, ha sido el metro y medio de nieve petrificada del otro lado de la ventana.
Ahora, no tengo nada de frío. La temperatura es óptima. Podría averiguarla sin mucha molestia a través del termostato blanco que veo en la pared de la derecha, junto al marco de la puerta y a medio metro de la cuadra dibujada que guarda un caballo dibujado y enmarcado en asépticos ángulos rectos de madera. De momento, no me molestaré. Tampoco es tanta la curiosidad. Quizá, más tarde, si antes no pasa al olvido.
Y escribiendo de olvidar. Al que no consigo enviar al olvido y cuya relación mental que me ha llevado a recordar desconozco, es a Sansegundo, de nombre Isaías, que de santo no tenía más que la coincidencia de un san y que tampoco era segundo, que bastante con que llegara, aunque fuera el último.
¿Cómo habré llegado a recordar a Isaías Sansegundo? Bueno, es lo mismo, como lo mismo es el papel pintado, el marco del espejo o el cartel de no molesten.
Isaías era peleón, vaya que sí. Sólo que equivocaba los golpes y no sabía fintar. Y, claro, se las llevaba todas. Se lavaba poco, eso también y las chicas no sólo le huían, sino que le demostraban abiertamente y sin disimulo alguno su aversión visceral.
Sansegundo optó por la práctica estrategia de la línea gorda y punto gordo utilizada en los exámenes de gráficas estadísticas para disimular los decimales traicioneros, de encerrarse en el dormitorio de otra Remedios, ya quisiera ella el apodo de la Bella, una noche de aquelarre lúdico exclusivamente femenino adolescente, después de colarse cual ladrón por un balcón descuidado y, una vez rociada la habitación y las asustadas muchachas con gasóleo, proceder a destruir y agotar todos los fósforos sin provocar, sin duda, por los nervios, ninguna chispa.
¡Caray con Sansegundo! Y que de haber podido, se habría frito con aquellas pobres inocentes que soñaban con varón.
La noche se adentra con lentitud. El coche de siempre va espaciando sus pasadas por el cruce y su hueco sonoro lo llenan ecos nocturnos. Agudizo el oído pero no escucho el ulular de ningún búho.
La carta del menú de habitaciones parece que quiere sugerirme algo. No, nada. No era más que mi imaginación. Un juego tonto.
Sofía (Bulgaria), enero de 2002.
Siempre se oye circular el mismo coche, una y otra vez, en éste y en todos los países. La misma voz y el mismo gesto que llama al mismo taxi.
La televisión es igual y también lo son los cables que la alimentan y los programas que vomita. La ducha de la habitación de al lado salpica las gotas que salpica la mía y el ascensor sube y baja incansable reflejándose en un infinito de espejos.
Miro mis cosas repartidas por este espacio prestado reclamando una posesión destinada al olvido en un grito gestual que afirma mi presencia en el mundo, en este mundo y en todos los mundos.
Ahora, roto el silencio por el susurrar de la pluma, escucho mis pensamientos certeros y filosofías de la vida viajera. Acaricio mi barba y me miro a los ojos en el espejo. Me pregunto qué veo. Se me ocurren mil respuestas y no se me ocurre ninguna. En cambio, sigo dibujando hermosos trazos sobre una línea azul, pero los trazos ya estaban ahí y yo no escribo nada nuevo, sólo borro letras blancas.
Papeles, plumas, un periódico, la cartera y el mando a distancia de la televisión, interruptores mil veces conmutables en todas las paredes. Si encendiera todas las luces, sería de día aquí dentro. Prefiero sólo una luz cerca y otra allí, en el rincón, junto a la mesita donde dejé el libro por terminar, que me espera Remedios, la Bella, y no hay que hacer esperar a nadie, y menos, cien años.
Paro un instante, estiro mis huesos y mi espíritu, se ahoga medio bostezo y me coloco las gafas. Y he aquí que, en este preciso momento, quién lo hubiese pensado, me acuerdo de Eufemiano, el fabricante de ladrillos, que estaba obsesionado por el número de sus agujeros y la perfección de sus circunferencias. Sonrío.
No podía ser de otro modo. Cómo olvidar a alguien que encuentra círculos donde sólo hay rectas y que dibuja sus redondeces con los dedos y los repasa con el movimiento perseguidor de sus ojos entornados en un trazado calculador. Tanto se obsesionó y con tanta precisión trazó sus círculos que dejó de vender ladrillos. Vendió agujeros muy bellos rodeados de arcillas y otras solideces. Tanto, tanto se obsesionó que le martirizó una palabra sin más aviesas intenciones que las que seis letras pudiesen tener, ya sean escritas o pronunciadas. El caso es que la palabra en cuestión acabó atrozmente con su vida en medio de fiebres y desvaríos, de pesadillas y horribles amenazas. La palabra era “macizo”.
El espejo me devuelve con su particular generosidad la sonrisa que le ofrezco. Debe de haber sido cosa del papel pintado lo que me ha traído a la memoria el infortunio del, en ningún modo afamado, Eufemiano. O quizás, ha sido el metro y medio de nieve petrificada del otro lado de la ventana.
Ahora, no tengo nada de frío. La temperatura es óptima. Podría averiguarla sin mucha molestia a través del termostato blanco que veo en la pared de la derecha, junto al marco de la puerta y a medio metro de la cuadra dibujada que guarda un caballo dibujado y enmarcado en asépticos ángulos rectos de madera. De momento, no me molestaré. Tampoco es tanta la curiosidad. Quizá, más tarde, si antes no pasa al olvido.
Y escribiendo de olvidar. Al que no consigo enviar al olvido y cuya relación mental que me ha llevado a recordar desconozco, es a Sansegundo, de nombre Isaías, que de santo no tenía más que la coincidencia de un san y que tampoco era segundo, que bastante con que llegara, aunque fuera el último.
¿Cómo habré llegado a recordar a Isaías Sansegundo? Bueno, es lo mismo, como lo mismo es el papel pintado, el marco del espejo o el cartel de no molesten.
Isaías era peleón, vaya que sí. Sólo que equivocaba los golpes y no sabía fintar. Y, claro, se las llevaba todas. Se lavaba poco, eso también y las chicas no sólo le huían, sino que le demostraban abiertamente y sin disimulo alguno su aversión visceral.
Sansegundo optó por la práctica estrategia de la línea gorda y punto gordo utilizada en los exámenes de gráficas estadísticas para disimular los decimales traicioneros, de encerrarse en el dormitorio de otra Remedios, ya quisiera ella el apodo de la Bella, una noche de aquelarre lúdico exclusivamente femenino adolescente, después de colarse cual ladrón por un balcón descuidado y, una vez rociada la habitación y las asustadas muchachas con gasóleo, proceder a destruir y agotar todos los fósforos sin provocar, sin duda, por los nervios, ninguna chispa.
¡Caray con Sansegundo! Y que de haber podido, se habría frito con aquellas pobres inocentes que soñaban con varón.
La noche se adentra con lentitud. El coche de siempre va espaciando sus pasadas por el cruce y su hueco sonoro lo llenan ecos nocturnos. Agudizo el oído pero no escucho el ulular de ningún búho.
La carta del menú de habitaciones parece que quiere sugerirme algo. No, nada. No era más que mi imaginación. Un juego tonto.
Sofía (Bulgaria), enero de 2002.
1 comentario:
Uffff, menos mal. Creí que lo de los recuerdos extraños en la habitación de un hotel sólo me pasaba a mí.
Un gusto leer cosas así.
Me da un poco de corte ser la primera, pero bueno, alguien se tiene que animar.
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