sábado, 2 de agosto de 2008

Las imágenes y las palabras

Un ejercicio interesante para cualquier escritor es el desafío que supone observar una imagen de la que no se sabe nada y, a partir de ella, llegar lo más lejos posible literariamente hablando. ¿Qué sale en la foto? ¿Qué me dice? ¿Quiénes son los que en ella aparecen? ¿Qué les ha sucedido? ¿Qué les pasará? Para ello, nada mejor que utilizar al gran maestro, al señor Henri Cartier-Bresson, cuya mirada convertida en lente fotográfica y su mente transformada en película de revelado no enseña que vemos mucho más de lo que creemos que vemos y que el tiempo es tan relativo que podemos congelarlo para que nos cuente historias apasionantes.
Volveré sobre este ejercicio, un juego realmente, utilizando el libro Des images et des mots, con fotos suyas que recorren lo mejor de su carrera, publicado por Delpire en 2003.

La foto la podéis ver en el siguiente vínculo: www.kaush.com/archives/2004_08.html ya que no está bien publicar las fotos de otros sin su permiso. El título hay que ponérselo, aunque la foto ya lo tenga. Recordad, sólo es un juego.

Mi título es: Llueve en la vieja estación de tren

No ha dejado de llover en varios días. Edmundo corre sobre los charcos como si corriendo fuese a mojarse menos. Su reflejo en el agua está empapado y las perneras y los zapatos están sucios de grasas y barros. Si sus zancadas fuesen amplias, quizá tendría algún sentido su carrera, pero no, son cortas, igual que si caminara. Si caminara, salpicaría menos.
Claro, no es cosa de adultos tomárselo con calma mientras se cruzan charcos insalvables y Edmundo no es un niño. Tampoco es un anciano, pero está más cerca de morir que de su nacimiento. Y la mayor parte de su tiempo la ha pasado en la vieja estación de tren y en sus inmediaciones, de camino a ella o de ella alejándose.
La vieja estación de tren ya no se usa como estación de tren. Eso explica la gran cantidad de escombros, hierros retorcidos y escoria diversa diseminados por toda su superficie, que los tejados sean simulacros de tejados y que su reloj haya muerto a las diez y veintisiete horas de un antiguo día. De ahí que resulte incomprensible que Edmundo acuda todos los días y dé nerviosos paseos a lo largo del andén número dos, mientras mira una y otra vez al reloj y al horizonte donde las vías se tocan. Es evidente que espera la llegada de un tren, llegada que no se producirá. Lo extraño es que nadie se lo haya dicho o que él mismo no se haya dado cuenta de que esa estación no está ya para recibir más trenes.
Allí sólo duermen vagabundos y palomas. Es un lugar emocionante para los mocosos y un buen escondite para lagartijas y obscenidades grabadas con navajas en las paredes. Si acaso hubiesen abandonado alguna locomotora, negra, recia, señorona, como una gigantesca cucaracha fosilizada, pero no, ni siquiera un vagón de mercancías ideal para polizontes, fugitivos o aventureros sin dinero, da muestra de lo que rodaba sobre sus raíles.
Edmundo acude todos los días, aunque llueva, como hoy, a esperar el tren. Pero el tren no llega y si no llega el tren, no vendrán sus pasajeros. No habrá maletas que ayudar a descargar, que por eso no hay mozos con carritos y gorra. Ni familiares impacientes para dar abrazos, besos y recuerdos.
No falla. Andén arriba y abajo. Miradas al reloj, al horizonte. Alerta el oído a los altavoces. Nada. Sigue esperando. Pero nadie viene. Y no se concibe la vieja estación de tren sin Edmundo. Son muchos años ya. Y uno se pregunta cuánto tiempo es capaz de esperar alguien a otro alguien. ¿Toda una vida o sólo un momento? En realidad, depende de la noción del tiempo y ésta, claro, es muy personal.
Para Edmundo es muy posible que sea hoy cuando llegue su tren y si es hoy siempre hace ilusión porque hoy es hoy, hoy mismo. Da igual lo que se haya esperado antes porque hoy ya ha llegado, no hay que esperar más. Todos los días son hoy para Edmundo. Por eso viene todos los días. Y son muchos años los que lleva viniendo. Tantos que la vieja estación ha dejado de ser una estación de tren para ser una vieja estación de tren sin trenes.
Edmundo salta sobre los charcos. Su reflejo y sus pantalones siguen empapados. Pasea por el andén número dos y mira el reloj. Son las diez y veintisiete minutos. Espera el tren que vendrá hoy y el tren viene siempre hoy. Y hoy llueve, no ha dejado de llover en varios días.

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