El escritor
El escritor quedó callado mirándose las manos. Las cortinas se mecían levemente con el aire limpio. El folio impertinente continuaba en blanco. Él deseaba escribir, se le ocurrían millones de palabras, aunque sueltas, extraviadas sin historia. Deseaba escribir sobre ella, sobre esa hermosa mujer que siempre deseó amar, pero la pluma continuaba encapuchada.
No acertaba a reconocer que la amaba aunque su corazón no le perteneciera y jamás le hubiese dirigido la palabra, ni mirado siquiera.
Cómo podría hacerlo si no existía, si era un producto imperfecto de su imaginación, un personaje por crear que aún no se había vestido de tinta. Una mujer sin rostro definido, de rasgos mal ideados en el aire de la inexistencia, con cabellos que ondeaban al viento de la imagen difusa.
El escritor se sentía solo, impotente. Quería escribirla, inventarla para que reconfortara su soledad, le acunara con infinita ternura y le llenara de valor para llegar a ser lo que osara ser. Por tener alguien a quien amar, aunque fuera un personaje de ficción al que otorgar un corazón generoso hacia su creador y entregarse a él si esa era su voluntad, que lo era. Su imaginación creadora sería la autoridad, el poder, el dueño de sus femeninos actos, todos aquellos que siempre anheló sentir en su piel de hombre. Al menos, aunque sólo fuera un fantasma creado, alguien le amaría con entrega, sin condiciones.
Y cuando por fin se decidió a darle forma de palabra a su espíritu creado, a sus caderas y al color de sus ojos, a la ropa inconfesable, atajó con resolución el folio en blanco, situó el plumín dorado sobre él y se quedó allí petrificado.
El borrón de tinta crecía absorbido por la hoja virgen. La mirada fija y perdida en el brillante papel. La mano quieta. La mente muerta.
¡No podía! ¡No podía! Gritó su impotencia.
Salió de su estupor arrojando con rabia la hoja en una pelota lejos, sin destino decidido.
El escritor se derrumbó sobre la mesa sollozando. Jamás lo conseguiría. ¿Por qué se le negaban las palabras y sus actos, las conversaciones y los escenarios, los sentimientos? ¿Por qué era tan difícil crear?
Quizás, porque el escritor no sabía era que esa mujer inexistente nunca podría llegar a existir porque ni él mismo era real, sino un personaje más de un escritor que no se encontraba inspirado y que escribiendo por escribir, escribió sobre un escritor que no podía escribir sobre un amor imposible, incapaz de describir una mujer bella y sensual, de piel suave y voz dulce, de ojos hermosos y largos cabellos negros que le habría de amar.
Quizás porque todo se reducía a escritores, personajes, plumas, tintas y hojas blancas, a palabras, voces y gritos desesperados de seres que deseaban existir y no podían mientras la inspiración no llegase, mientras la creatividad se escondiera tras impotencias tontas y estériles disciplinas.
Se ignoraba quién decidiría quién habría de existir y quién no; quién se convertiría en protagonista y quién en autor; quién sobreviviría a la lectura siendo lector o quién sería aplastado entre otras hojas leídas.
Es por eso que el escritor del personaje escritor, dejando sin dejar de escribir, escribió que el escritor por un momento intuyó conmovido, resignándose, que iba a aceptar que su existencia podría arrugarse en cualquier momento en una pelota de papel y su efímero ser terminaría en una papelera llena de existencias que nunca existieron, de personajes que no alcanzaron a protagonizar más que una idea leve en una trama inconexa de una historia no intuida.
Y fue tal la incógnita, que sin parar de escribir, ya nadie sabe quién es el escritor y quién el personaje. Ni siquiera tú, cuando me leas sabrás quién eres, lector o ficción, palabra escrita o ente material, porque ¿quién sabe quién es el que escribe, quién es el que lee y quién es el leído?
No acertaba a reconocer que la amaba aunque su corazón no le perteneciera y jamás le hubiese dirigido la palabra, ni mirado siquiera.
Cómo podría hacerlo si no existía, si era un producto imperfecto de su imaginación, un personaje por crear que aún no se había vestido de tinta. Una mujer sin rostro definido, de rasgos mal ideados en el aire de la inexistencia, con cabellos que ondeaban al viento de la imagen difusa.
El escritor se sentía solo, impotente. Quería escribirla, inventarla para que reconfortara su soledad, le acunara con infinita ternura y le llenara de valor para llegar a ser lo que osara ser. Por tener alguien a quien amar, aunque fuera un personaje de ficción al que otorgar un corazón generoso hacia su creador y entregarse a él si esa era su voluntad, que lo era. Su imaginación creadora sería la autoridad, el poder, el dueño de sus femeninos actos, todos aquellos que siempre anheló sentir en su piel de hombre. Al menos, aunque sólo fuera un fantasma creado, alguien le amaría con entrega, sin condiciones.
Y cuando por fin se decidió a darle forma de palabra a su espíritu creado, a sus caderas y al color de sus ojos, a la ropa inconfesable, atajó con resolución el folio en blanco, situó el plumín dorado sobre él y se quedó allí petrificado.
El borrón de tinta crecía absorbido por la hoja virgen. La mirada fija y perdida en el brillante papel. La mano quieta. La mente muerta.
¡No podía! ¡No podía! Gritó su impotencia.
Salió de su estupor arrojando con rabia la hoja en una pelota lejos, sin destino decidido.
El escritor se derrumbó sobre la mesa sollozando. Jamás lo conseguiría. ¿Por qué se le negaban las palabras y sus actos, las conversaciones y los escenarios, los sentimientos? ¿Por qué era tan difícil crear?
Quizás, porque el escritor no sabía era que esa mujer inexistente nunca podría llegar a existir porque ni él mismo era real, sino un personaje más de un escritor que no se encontraba inspirado y que escribiendo por escribir, escribió sobre un escritor que no podía escribir sobre un amor imposible, incapaz de describir una mujer bella y sensual, de piel suave y voz dulce, de ojos hermosos y largos cabellos negros que le habría de amar.
Quizás porque todo se reducía a escritores, personajes, plumas, tintas y hojas blancas, a palabras, voces y gritos desesperados de seres que deseaban existir y no podían mientras la inspiración no llegase, mientras la creatividad se escondiera tras impotencias tontas y estériles disciplinas.
Se ignoraba quién decidiría quién habría de existir y quién no; quién se convertiría en protagonista y quién en autor; quién sobreviviría a la lectura siendo lector o quién sería aplastado entre otras hojas leídas.
Es por eso que el escritor del personaje escritor, dejando sin dejar de escribir, escribió que el escritor por un momento intuyó conmovido, resignándose, que iba a aceptar que su existencia podría arrugarse en cualquier momento en una pelota de papel y su efímero ser terminaría en una papelera llena de existencias que nunca existieron, de personajes que no alcanzaron a protagonizar más que una idea leve en una trama inconexa de una historia no intuida.
Y fue tal la incógnita, que sin parar de escribir, ya nadie sabe quién es el escritor y quién el personaje. Ni siquiera tú, cuando me leas sabrás quién eres, lector o ficción, palabra escrita o ente material, porque ¿quién sabe quién es el que escribe, quién es el que lee y quién es el leído?
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