Estaba sentado en el bordillo, el único del estrecho callejón, frente a un gato, sentado como él, que le miraba. El sombrero le caía sobre los ojos y las manos se anudaban en la nuca, mientras se miraba, sin ver, los zapatos negros.
Se encontraba cansado, hastiado, de huir, de esconderse, y también de los callejones oscuros, de las sucias habitaciones de motel, hostal o burdel. No le quedaban amigos a los que confiarse, cualquiera era capaz de venderle por un puñado de billetes o por miedo.
Sí, les había delatado. No estaba mal el puñado de billetes que a él le ofrecieron. Para tentar a cualquiera. Pero a él le engañaron. Resultaba más barato dejarle, sin pagar, por supuesto. Ya se ocuparían ellos, los otros, de cobrarse.
Ahora le buscaban. Y la ciudad había encogido, tanto que no cabían ni los guardias que pudieran protegerle. Era sólo cuestión de tiempo. Ellos, los otros, lo tienen todo, el tiempo, y buena memoria, no olvidan así como así.
Y se encontraba cansado, hastiado, tanto que ya su vida valía sólo unos cuartos, pocos. Eso lo sabía el gato que, como gato que era, en cuanto vio las luces, dos, acercarse por el otro lado, corrió a esconderse.
Sonaron rápido, como uno solo, pero fueron dos. Dos disparos. El gato fue, de nuevo, el único dueño del callejón después de que se hubo rascado el lomo en el cuerpo ensangrentado, junto al sombrero, caído de lado, del delator.
Se encontraba cansado, hastiado, de huir, de esconderse, y también de los callejones oscuros, de las sucias habitaciones de motel, hostal o burdel. No le quedaban amigos a los que confiarse, cualquiera era capaz de venderle por un puñado de billetes o por miedo.
Sí, les había delatado. No estaba mal el puñado de billetes que a él le ofrecieron. Para tentar a cualquiera. Pero a él le engañaron. Resultaba más barato dejarle, sin pagar, por supuesto. Ya se ocuparían ellos, los otros, de cobrarse.
Ahora le buscaban. Y la ciudad había encogido, tanto que no cabían ni los guardias que pudieran protegerle. Era sólo cuestión de tiempo. Ellos, los otros, lo tienen todo, el tiempo, y buena memoria, no olvidan así como así.
Y se encontraba cansado, hastiado, tanto que ya su vida valía sólo unos cuartos, pocos. Eso lo sabía el gato que, como gato que era, en cuanto vio las luces, dos, acercarse por el otro lado, corrió a esconderse.
Sonaron rápido, como uno solo, pero fueron dos. Dos disparos. El gato fue, de nuevo, el único dueño del callejón después de que se hubo rascado el lomo en el cuerpo ensangrentado, junto al sombrero, caído de lado, del delator.
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