miércoles, 10 de junio de 2009

Un armario lleno de zapatos viejos


El armario es de madera vieja, innoble, astillada y marcada por cicatrices, golpes y bocados. Su cojera desapareció por la terapia de un papel doblado varias veces, un papel de color indescriptible, mordido por el tiempo, página de un diario de 1973, sección de anuncios particulares, mensajes llenos de intenciones que acaban siendo ideales para envolver pescadillas destripadas.
Una de las puertas del armario, la izquierda, muestra un marco inútil, que en sus días de mayor gloria encajó un espejo largo que devolvía cumplidos o insultos, según el ánimo del modelo. ¡Allá cada uno con sus complejos! Ahora no hay espejo, no hay mundo paralelo lleno de dimensiones ficticias, profundidades ilusorias, inversión de realidades cuestionadas.
No hay cerradura, pero la hubo. Queda el agujero impertinente, invitación para los curiosos, tentación demasiado fuerte para mirones compulsivos, aunque lo triste es ser mirón de interior de armarios. El premio es siempre oscuro, negrura. Mejor abrir las puertas y curiosear entre los efectos, pero esto no es para mirones, sino para malintencionados y ladrones.
Dentro sólo hay zapatos. Viejos. De señora y caballero. Todos usados.
Los de hombre tienen las suelas dobladas hacia arriba, prácticamente sin punteras y los tacones redondeados, gastados de modo irregular, el pie izquierdo más que el derecho, anuncio de dolores de espalda, de rechinar de somieres, de balanceos peculiares como señas de identidad. Los empeines muestran arrugas ingobernables, despellejadas, dolorosas, como cicatrices. Las punteras están todas desconchadas como paredes olvidadas de edificios abandonados, como un hotel histórico arruinado por una voraz crisis turística. Punteras deterioradas por patadas involuntarias a bordillos, muebles, irregularidades del camino. Las voluntarias a las espinillas no dejaron marca.
Todos los zapatos de caballero son negros y todos de cordones. El negro apenas lo conservan. Brillo, por supuesto, ninguno. Son mates, sí, matados por la luz y por el tiempo, por la luz del tiempo, que es como una lija del siete con infinitos recambios. Los cordones son otra historia. Algunos cuelgan enteros, los menos. Otros están rotos, deshilachados. Otros anudados en nudos imposibles de deshacer, verdaderos desafíos para la habilidad. Lo mejor en estos casos es el método de la tijera. Muchos de los zapatos están tuertos, múltiplemente tuertos. Y hay cordones sueltos, como gusanos muertos, junto a zapatos que podían haber sido sus portadores. O no serlo. Permanece algún lazo sin destruir, elegante pero venido a menos, flácido, como un mal negocio, una venta encargada y no cobrada.
Si todos los zapatos de caballero del armario son negros, los de señora abarcan toda la gama de colores. Estilos los propios de la actividad que fue su origen. De paseo, de baile, de fiesta, de estar por casa, de celos, de compras, de actos despechados. Los hay cerrados, abiertos y semiabiertos. De tacón alto, sin tacón. Sandalias, merceditas, mocasines. Sobrios, elegantes, sensuales. Feos, bonitos y de salir del paso. De piel, imitación, de firma, de diseño, sin diseñar. Son zapatos para mil ocasiones. Son zapatos para mil mujeres. Los zapatos para mil indecisiones.
Están amontonados, desparejados. Con lazos, con hebillas, abiertas, cerradas y ausentes. Unos más gastados que otros. Cómodos muy usados, confortables como un mullido cojín. Insoportables como un castigo de latigazos. Repudiados por asociación con nefastas memorias. De diario o de aniversario. Son zapatos para mil personalidades. Son zapatos para mil estados de ánimo.
El armario de los zapatos viejos cierra mal. Las puertas están descuadradas y se quejan las bisagras despintadas con el óxido. Contiene un millón y medio de pasos dados por ejemplar. O alguno más. O menos. Pasos mal encerrados en un armario viejo. Memoria arrinconada pero dejando una rendija por la que puede entrar cierto deseo de recuerdo.
El armario de los zapatos viejos que no volverán a andar. Está que se cae y si lo hace, los zapatos volverán al suelo, aunque sin pie dentro. Han pasado, pisado, por tantos lugares. Difícil rememorar tantos caminos. Tantos caminos como se recorren en una vida. En dos vidas. Para al final no llegar a ningún sitio. A un armario. Viejo. Degradado. Olvidado. Desvencijado.
En realidad, son sólo zapatos viejos. ¡Qué más da!

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